Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

jueves, 23 de agosto de 2012

Primero.



Dalila. En hebreo, la que tiene la llave.

            Caminaba sin mirar y, de pronto, la vi.
            Tenía un cuerpo menudo y unos enormes ojos, absortos en un escaparate. Era la vitrina de una tienda de televisores y una decena de pantallas retransmitía, de forma sincronizada, la gala de los Óscar. Ella parecía tan interesada en el evento, que detuve mi travesía hacia Alaska para sentarme a su lado.
Aparecían mujeres de largos vestidos, actores atractivos, vidas materiales. Sin embargo, cuando los televisores enmarcaron la imagen de un hombre con pinta de borracho, ella se tensó. La energía de su cuerpo golpeó al mío, como una ola sobre la roca. Por el séquito de chicas que gritaban tras la valla, supuse que aquel sería el nuevo James Dean. Un buen chico alcoholizado.
-¿Sabes? Es el mejor ejemplo de un idiota –dije, captando su atención.
            Era actriz. Lo supe en cuanto se volvió hacia mí y sonrió. Obvió mi aspecto y, al contrario que la mayoría, supo enmascarar el miedo ante la presencia de un extraño. Apenas un hombre sentado a su lado, contemplándola con un ansia secreta.
-Y tú eres el mejor ejemplo de suciedad-replicó, defendiendo a su amado televisivo.
-¿Tú crees? –reí, poniéndome en pie.
Pero ella tenía razón: no era mi mejor momento para flirtear. Ni siquiera era un buen día para caminar entre la civilización. Mi cuerpo y la ropa estaban cubiertos por una fina capa de arena seca, mi pelo era comparable a la melena de un león y… Bueno, al menos estaba vivo.
-Una tormenta de arena me pilló hace un par de días.
Ella siguió sin sorprenderse, aunque su expresión tampoco denotaba incredulidad. Parecía haber encontrado algo; algo importante.
-Soy Alex y voy a Alaska-dije, cuando el silencio me resultó insoportable. Qué irónico. Hui de casa buscando la soledad de la naturaleza y, sin embargo, su silencio era capaz de quemar el aire de mis pulmones hasta inundarlos en llamas.
-Soy Dalila y… estoy aquí-respondió, estrechando mi mano con fuerza.
Ambos nos aproximamos y su sonrisa se ensanchó. Sin duda, yo también había encontrado algo importante.

Segundo.


Ven a mi casa y báñate, dijo. ¿Puedo lavarte?, preguntó más tarde.
            Yo acepté todas sus proposiciones, indecentes o no y, al final, me introduje en la bañera de su apartamento. Cerré los ojos ante la luz que se colaba por la ventana y me abandoné a la inmensidad de aquel diminuto cuarto de baño. Ella llenó el recipiente esmaltado de blanco y comenzó por mi pelo. Lo masajeó hasta que la espuma lo envolvió y luego se dedicó a mi cuerpo.
            -¿Qué pasó?-preguntó. Con la esponja, había llegado a una herida sobre mi omoplato izquierdo.
            -Un guardia me pilló en un vagón de carga-respondí, mientras el destello fugaz de una maza atravesaba mi mente.
Ella guardó silencio y continuó con su obra. Poco a poco, el agua se tiñó de marrón, al mismo tiempo que mi piel recobraba su tonalidad bronceada. Una vez hubo terminado con el pecho y los brazos, tomó mis piernas bajo el agua y las sacó a la superficie.
   -¿Y aquí?
            Se refería al mordisco de mi gemelo derecho.
            -Su perro me mordió.
            En esta ocasión asintió, acarició la extraña curvatura que había quedado tras el asalto y se detuvo para volver a mojar la esponja. Cogió mis manos y la frotó sobre las uñas mugrientas. No dejó de observar la quemadura que me recorría la mano izquierda, la muñeca y una pequeña parte del antebrazo.
Ni siquiera necesité su pregunta.
            -Me quemé friendo patatas-dije.
            Ella me miró y algo extraño sucedió. Desnudo en aquel destartalado apartamento, cegado en parte por el Sol, ella me miró y me vio.
Recordé entonces a mis padres, que sólo vieron en mí la imagen del éxito americano. Recordé a mi hermana, que me consideró siempre su alma gemela. Y, por último, rememoré a todas las personas que pasaron junto a mí en su vehículo, obviando mi pulgar mirando al cielo, creyéndome otro hippie sobre el arcén.
            Ella fue distinta. Me vio a mí, a mis miedos y ambiciones. Ese yo verdadero escondido entre las páginas de clásicos, un fracaso para América con botas de montaña.
            Ambos nos reímos de mi elocuencia y, cuando su carcajada se hizo un suspiro, vació la bañera. El sumidero tragó el agua sucia y emitió un eructo final. Como perdida en su mundo, llenó de nuevo el recipiente y dijo:
            -Esta noche actúo. ¿Vendrás a verme?
            -Claro.
            Seguidamente, me sumergí bajo el agua para ocultar aquel momento ya perdido, un instante que cambió mi vida. No obstante, cerré los ojos justo antes de ver sus labios moverse y dibujar “gracias”.

Tercero.



Me colé por una de las puertas laterales, en silencio, y ninguno de los dos me oyó llegar. Él, maravillado con su musa, sonreía desde el final de las gradas, encerrado en una mesa de sonido. Ella, sin embargo, se movía libre sobre el escenario. Danzaba, tarareaba, cantaba una triste canción:

I remember tears streaming down your face
when I said: I’ll never let you go,
when all those shadows almost killed your light.
I remember you said: Don't leave me here alone,
but all that's dead and gone and passed tonight.

            Repetí la melodía de aquella última palabra para saborear su voz una vez más. Luego, el eco de ambas se perdió más allá de las butacas, quizá junto al joven enamorado. Sólo quedó su mirada divertida sobre mí, su sonrisa al descubrir mi presencia en aquel teatro.
            La puerta me había dejado en el extremo izquierdo de la enorme sala, junto al escenario. Me acerqué a él pasando frente a la primera fila de asientos. Ella permaneció inmóvil, una esbelta figura vestida de harapos blancos. Sostenía una vela y, al parecer, su labor era encender cada diminuto y rosado cirio, colocados en el límite del tablado.
            -¿Nerviosa? –pregunté.
            Ella negó, aún divertida, al igual que una niña. Pero todo era una bella fachada que ocultaba un edificio tembloroso. Su pecho ascendía y descendía intranquilo y sus manos parecían tiritar. En un instante, supe cómo ayudarla.
            -¿Puedo?
            -Claro.
            Subí al escenario de un salto y le tendí mi mano.
            -Ven, siéntate –le pedí.
            Ella colocó la última vela, tomó mi mano y juntos nos sentamos, con las piernas cruzadas, sobre la madera. Reparé entonces en los harapos blancos, pues sólo ocultaban las zonas estratégicas de su cuerpo, pero me obligué a elevar la vista. Acabaré en la calle y con una bofetada, me dije.
            Miré sus enormes ojos miel y acerqué mis manos a su rostro. Fue un movimiento lleno de pausas e inseguridades, como si tratara de acariciar a un caballo desbocado. Sin embargo, ella no era una bestia, sino una actriz, así que se dejó tocar y enmascaró su asombro.
            Comencé a masajear sus mejillas, creando círculos y elipses. Bajó sus párpados y yo me dediqué a su rostro al igual que, horas antes, ella había hecho con mi cuerpo sucio, mugriento. Sienes, frente, labios…
-Una vez me colé en una clase de teatro y aprendí esto-expliqué-. Te relaja, pero hay que hacerlo uno o dos minutos antes de salir a escena.
            -Aún nos queda un cuarto de hora.
            Recordé entonces que no estábamos solos. Desde el final de las gradas, encerrado en una mesa de sonido, un chico moreno de mirada caída nos espiaba, celoso. Su gran mentón aprisionaba unos dientes que rechinaban. Vi su ira escapar a la jaula de teclas y botones, bajar precipitadamente los escalones y llegar hasta nosotros. Sin embargo, ella abrió los ojos, se volvió hacia un público etéreo y la detuvo en seco.
            En algún momento, los espíritus de ambos amantes se encontraron y charlaron. Ella le explicó la situación y él escuchó. No aceptó la nueva realidad, pero se resignó a vivirla y su rabia de joven enamorado se esfumó del teatro.
            -Pues tendrás que pedirle al chico de sonido que lo repita-bromeé, en el momento idóneo. Ella había regresado de su trance, soltó una débil carcajada y me golpeó la pierna, fingiendo diversión.
Continué con mi masaje y ella volvió a dormirse.
            -¿Vas a casarte con él?-había llegado a la parte inferior de su mentón y advertí cómo su garganta se tensaba, se cerraba a cualquier dosis de aire.
            -Ése era mi plan-murmuró.
            Pronto un velo de melancolía se cernió sobre mí, aunque, ¿qué esperaba? ¿Acaso podía reprocharle haber encontrado el amor en otro? Yo acababa de llegar. Con todo y con eso, una ola devastadora de cólera arrasó mi ánimo. Experimenté un resentimiento desconocido hacia mí mismo, por no haberla amado antes que aquel canijo pecoso. Quise desatender sus caricias y comenzar con mis golpes y arañazos, más… Un momento, pensé, ¿qué ha dicho?
Capté la presencia del Pretérito Imperfecto al mismo tiempo que ella susurraba:
-Hasta ahora.
No fue la mejor de las respuestas, pero sonreí. Su espíritu se acercó y apartó de mí el velo de melancolía. Respiré hondo, llené mis pulmones de alivio y, sin embargo, regresaron. Ellos, que habían permanecido ocultos frente a los televisores, bajo el agua de la bañera.
La paz no duró y pronto entré en guerra, pues todos los principios que me habían abandonado en aquella ciudad lapidaron mi mente. Alaska, una vida inmaterial y compañía hicieron de las suyas y trajeron de nuevo el cielo encapotado. Debo irme, era el mensaje. Pero quería saber, quería que ella lo dijera y yo creerla.
-¿Y ahora?-inquirí.
            Sonó un redoble de tambores, alguien golpeó un gong.
            -Ahora estás tú y no sé qué hacer.
            Y la besé. Dios, no pude evitarlo. Aprisioné su rostro entre mis manos, me abalancé sobre su cuerpo menudo y la besé. Ella se encogió, sorprendida al principio, salvaje después. Ambos nos arrojamos el uno al otro y ella tiró de mi cuello, de mi camiseta, de mí. Abrió la boca y, al encontrarse las puntas de nuestras lenguas, una chispa se encendió. Nos incorporamos sobre nuestras rodillas, golpeé su cintura contra la mía y ella introdujo su mano para arañar mi pecho. Gruñí, ella gimió y…
            Cuando la llama llegó de forma atropellada a la dinamita, ésta no explotó. Mis principios y su chico de sonido derramaron un cubo de agua y el fuego se apagó. Me aparté de ella sin compasión y la dejé aún con los ojos cerrados.
            -Tengo que irme-murmuré.
            Bajé del escenario con otro salto, cogí mi mochila y rehíce el camino hacia la puerta.
            -¿Dónde te sentarás?-preguntó, a lo lejos, su voz llorosa.
            -En la última fila-mentí, aunque eso ella ya lo sabía.
            -Como los niños malos-respondió, esbozando una sonrisa divertida.
            Me fui para no volver y, al cruzar el umbral, escuché que la musa semidesnuda volvía a entonar su triste canción:

I remember tears streaming down your face
when I said: I’ll never let you go,
when all those shadows almost killed your light.
I remember you said: Don't leave me here alone,
but all that's dead and gone and passed tonight.
           
Ésta vez, fue el canijo pecoso quien tarareó.

Cuarto.


La mochila pesaba demasiado. Me instaba a detenerme y, quizá, regresar. Pero entonces mis heridas, los arañazos que ella misma había limpiado, se perderían. Mudarían a cicatrices sin una historia que poder contar, serían la evidencia de una meta que jamás alcancé. Si permanecía a su lado para amarla, mi juventud y mis principios quedarían incompletos.
Una idea intolerable, así que aligeré el paso. Eludí el dolor de mis hombros, cada latido de mi herido corazón y me abrí paso entre la multitud. El Sol estaba al borde de morir un día más y su última señal me cegó cuando me volví hacia su voz. La voz de ella.
-¡Alex!-gritó.
            Había recorrido dos manzanas desde el teatro hasta mí y las gotas de sudor se mezclaban con sus jadeos. Sin embargo, la luz dorada que la respaldaba y su sonrisa fueron condimentos suficientes para replantear la receta.
            ¿Y si ella me acompañase?
Al mismo tiempo que ensayaba la teoría del nuevo plan, me entretuve con preguntas triviales:
            -¿Y la obra?
            -Cancelada-su presencia no destruiría la intención de mi viaje, sólo plantearía una salvación ante el peligro de la soledad.
            -¿Y tu matrimonio?
            -Un fracaso-lo tendría todo: naturaleza, sexo, aventura y amor.
            -¿Antes incluso de comenzar?
            -Quiero ir contigo-y, de pronto, lo vi.
            Ella no creía en mi causa, sólo lo fingía. Tarde o temprano, cuando el invierno se tornara frío y duro, me preguntaría el por qué de Alaska. Yo tendría una respuesta, pero ella no la comprendería. Sufriría, tal vez hasta la gravedad, por tener mi presencia.
            No podía arriesgarme a que algo malo le pasara.
            -Dalila… -su nombre fue lo único que alcancé a decir como queja.
            No obstante, su gesto no cambió, sino que se mantuvo dulce. Un hombre con prisa que pasó a su lado la empujó hacia delante y ella aprovechó para tomar mi mano y murmurar:
            -Sólo un paseo.
            Respiré hondo porque, sin necesidad de palabras, había comprendido que yo me iría y que ella no vendría. Es una actriz lista, pensé; pero era mucho más que eso.
            Así que nos pateamos la ciudad y, calle por calle, su vida se fue deslizando por su boca hasta mis oídos, mi corazón después. Habló de su triste infancia, su triste adolescencia y el alivio que supuso la independencia. Además de actuar, cantaba y escribía breves relatos que soñaba convertir en una novela. Era el arte con un fino abrigo de paño.
            -¿Por qué sólo hablamos de mí?-bufó, cansada de sí misma y frunciendo el ceño.
            -Yo no tengo nada que contar-respondí, algo alicaído. Parecía que la despedida jamás se consumaría.
            -Alex… -ahora era ella la que pronunciaba mi nombre como queja-. Prométeme que volverás-atajó, de pronto.
            Así que ahí estaba: el adiós. En un instante, ambos vislumbramos nuestro desenlace con aquella intervención. Sería una promesa, un beso y una huida, nada más. Era mi turno, pero recordé salir de casa con la muerte como probabilidad y, por tanto, me vi incapaz de asegurarle mi regreso.
            -Prométeme que esperarás-fue la única tontería que se me ocurrió.
            Ella asintió sin dudar. Yo, no.
            Quería echar a correr, olvidar mi poca vergüenza entre la sociedad y, de imprevisto, ella descansó su cabeza sobre mi hombro. Me quedé con el gusto de esa falsa promesa, una mentira en los labios.
¿Quién encontró a quién? Esa es ya una pregunta sin respuesta. Sólo sé que, bajo el cielo negro de una ciudad sin nombre, quise perderme y no pude, porque ella me había encontrado. El ruido se tornó melodía y la pena, felicidad.
-¿Sabes? Antes solía ser muy rápida. La más rápida, de hecho.
Me alegré de que, en un parpadeo, su dulzura aplastara a la melancolía que amenazaba con instaurarse.
-¿Qué pasó?
-Mis prioridades cambiaron. Estudiar, trabajar y luego vino el teatro. Apenas quedó tiempo para correr.
-Reordena tus prioridades, entonces-concluí, encogiéndome de hombros.
-¿Cómo? ¿Así?
Y echó a correr. Tuvo el valor del que yo carecí minutos antes y se perdió junto con el gentío. Ahora era mi deber encontrarla, por lo que no perdí ni un segundo. Ambos nos tomamos de la mano metros más adelante y emprendimos una ruta sin destino. Brincamos, trotamos, galopamos como caballos en libertad por aceras estrechas de avenidas inmensas.          
Cada vez que la miraba, veía una figura de color distinto. Rojo, verde, azul, amarillo… Mientras que ellos variaban, su sonrisa permaneció intacta, virgen.
Sin embargo, después de media hora de tropiezos y albedrío, su velocidad disminuyó. Su felicidad se tornó desesperación, una especie de ahogo inundó su mirada. Había llegado el momento y sentimos miedo de no estar preparados. No obstante, yo no reduje mi ritmo y ella comenzó a llamarme. No puedo seguirte, no puedo seguirte, gritó. Luego vinieron los sollozos y, más tarde, el llanto. Su cuerpo de sudor ya no respondía a las órdenes asignadas, sus piernas fallaban y el aire que llegaba a los pulmones era escaso.
-Te quiero, Dalila-declaré.
No sé si llegó a escucharme, si el ruido silenció mi confesión. De todas las ocasiones en que dije la verdad, aquella fue la más pura y real, la única que me dejó vacío por completo. Entonces su corazón dijo “suficiente” y soltó mi mano. Sentí un frío irreparable, pero sólo miré hacia atrás un instante y la vi de rodillas, empapada por el sudor, las lágrimas y por una suave llovizna. Aún gritaba mi nombre mientras intentaba gatear.
Alguien la socorrerá, la arropará bajo sus sábanas y la consolará hasta que deje de llorar, pensé.
Me alejé hasta que dolió y luego seguí corriendo. Atravesé callejones, bulevares, parques, llanuras vacías y, al final, llegué al mar. Nadé hacia una luna menguante que me rehuía y, en algún momento, me detuve. Pataleé, grité, me sumergí y, cuando me creí morir, ascendí a la superficie. Suspiré su nombre.
Dalila, Dalila, Dalila, Dalila, Dalila…
-¡Volveré!-grité, una vez en la orilla. De rodillas, encogido a causa del frío.
Y la encontraré de pie, sentencié para mí, frente al escaparate de televisores. Serena, expectante.

Quinto.



Cuando los telediarios retransmitieron el cuerpo inerte de Alexander Supertramp, toda América quedó conmocionada.
            Recuerdo caminar, ajeno a la noticia, y toparme con un grupo de personas alrededor del escaparate de Mike’s TVs. De pronto, alguien emitió un sonido desgarrador, pero no fue el grito lo que me detuvo, sino la voz.
            Yo conocía aquella voz.
            Tras vencer un terrible escalofrío, me deslicé entre el tumulto de bermudas y estampados veraniegos, sin reparar en mi brusquedad para avanzar. La encontré de pie, frente al escaparate de televisores, con ambas manos adheridas al cristal. Vi lágrimas en su reflejo, sus labios y sus piernas temblaban. Poco a poco, su cuerpo descendió hasta desplomarse sobre el suelo. No sabía a qué pantalla mirar. Quizá esperaba a que algún telediario desmintiera la noticia.
            Sin embargo, cuando la cámara enfocó de nuevo la figura de un joven demacrado y consumido, aporreó el cristal y profirió otro grito. Hasta entonces paralizado por la escena, decidí acercarme a ella y evitar que destrozara sus manos. Me arrodillé a su lado y la tomé de la cintura pero, al más mínimo intento de alejarla, se arrojó a la vitrina.
            -¡No, no!-insistía, ahogada en llanto.
            Yo no hacía más que pronunciar su nombre, abrazarla más fuerte y acariciar su pelo, pero ella insistía en gritar y llorar. Miré hacia atrás y comprobé que nuestro público había aumentado, aunque ella no actuaba. Realmente sufría y, cuando las lágrimas acumuladas nublaron mi vista, hice acopio de toda mi fuerza y la tomé en brazos.
            Su primera reacción fue golpearme e insultarme. Luego, el agravio pasó a un segundo plano y regresaron los alaridos.
            -¡Le prometí que esperaría! ¡Se lo prometí!-repetía.
            Su cara estaba roja, los ojos hinchados y su nariz taponada. Pronto el ruido del tráfico nos envolvió y ella se calmó.
            -Él me quería, él…-decía, en sollozos.
            Aquella misma mañana, ella tiró el televisor por la ventana. Yo, el enano pecoso del sonido, intenté consolarla. Esperé a que, con los años, el llanto cesara.
            No lo hizo.

miércoles, 8 de febrero de 2012

¿Mercedes?

De nuevo, París.

-Pero ya no recuerdo su nombre, ¿puede creerlo? Lo más importante, y lo olvido.

No dije nada porque él estaba casado y yo también. Callé, porque no tiene sentido intentar encender una cerilla bajo el mar. Sin embargo, él esperó, en vano, una contestación.

De pronto, miré más allá de su expresión y vi a su representante, aquel hombre pequeño y nervioso, agitar sus brazos a lo lejos. “¡Isaac! ¡Isaac!”, gritaba. Él no pareció percatarse de que reclamaban su presencia, así que le advertí:

-Tienes que irte.

En un primer instante, mis palabras parecieron aturdirlo. Su cuerpo se tensó bajo el traje, los labios entreabiertos. Creí que su reacción a mi observación jamás llegaría y me asusté. Indagué en el interior de sus ojos en busca de aquello que temía, pero sólo encontré un muro blanco que me obligó a retroceder. Pese a todo, Isaac Vargas no me había reconocido.

Medio minuto más tarde, el movimiento de sus párpados regresó y, con él, su reacción.

-Sí, claro –murmuró, llevándose una mano a la nuca.

Le entregué mi sonrisa más cortés y contemplé cómo desaparecía bajo el alboroto. Respiré hondo y cerré los ojos. No quería ver marchar al hombre de mi vida, o quizá sólo fuera el cansancio de una noche en vela. Rehíce mis pasos hacia la vida que me esperaba una vez cruzado el puente y, de pronto, una batalla entre las nubes que pocos recordarían dio comienzo. Pero la lluvia despiadada que predije al alba no fue suficiente. Su voz llegó y sonó en mi mente, alta y clara, como el golpe final de un gong.

-¿Mercedes?

lunes, 6 de febrero de 2012

Él, Apolo.

Granada, treinta y un años antes.

No ha dormido esta noche, pero no está cansada. Camina decidida por Gran Vía con un vaso de plástico lleno de café en la mano. Aún no hay vida en las calles, nadie que pueda contemplar su sonrisa. Con cada sorbo, se sumerge en el cálido mar que fue la noche anterior. Recuerda la sucesión de luces, melodías y alcohol. Evoca la fiereza e intensidad de la ciudad bajo el embrujo de la luna. Sin embargo, más allá de todas las banalidades que suponen una noche en vela, está él.

Él, Apolo. Dios de la belleza que descendió del cielo para bailar un tango con ella. Por más que se esfuerza, es incapaz de reconstruir el camino que la guió hasta él. Sólo ve imágenes fugaces e incoherentes, producto de la bebida. Un pasado borroso que, conforme pasan los minutos en la historia, va cobrando nitidez. Pues no recuerda el principio, pero sí el final, como acostumbra a hacer.

Ambos atravesaron el umbral de su apartamento minutos antes de que los primeros rayos despuntaran en el horizonte. Hicieron el amor sobre el parqué y, más tarde, él se durmió. Luego llegó un amanecer de domingo, que la descubrió con los ojos abiertos de par en par y con una delgada curva sobre los labios. Se vistió en silencio y salió a la calle.

Y ahora se encuentra en las mismas escaleras que subió borracha de la mano de él. Acaricia la barandilla y siente, bajo la madera, el tacto de su piel. Al llegar al rellano, respira hondo, llevándose consigo el aroma a vainilla que escapa de detrás de la puerta. Él ya no está desnudo sobre el suelo. Se ha trasladado a la cama, donde duerme bocabajo. Ella se detiene a su lado y acerca la mano a su espalda, aunque jamás llega a tocarla. Se detiene con los labios entreabiertos, las palabras a punto de nacer.

¿Debe irse de su apartamento? La respuesta a la pregunta, que pareció tan evidente una vez probó el primer sorbo de café, ahora se ha desvanecido. No queda ni un sí, ni un no. Simplemente no hay nada. Su mente son sábanas blancas, como las que ocultan su cuerpo. Y así continúa, una vez se sienta al pie de la cama. Pasan horas, quizá minutos y él despierta. Se despereza y emite gruñidos que le recuerdan a su padre cuando caminaba por la casa, aún adormilado, en las mañanas de fin de semana.

Cuando ella habla, lo hace sin convicción. Una voz débil, que no puede evitar dudar:

-Tienes que irte.

Él se ha sentado a su lado, pero no se atreve a mirarlo. Hacerlo sería derrumbar el Muro de Berlín y permitir que el beso prohibido escapara.

-¿Quieres casarte conmigo? –pregunta él, en apenas un susurro.

-¡¿Qué?!

Se vuelve de inmediato, en busca de los pensamientos que pasan por la cabeza de ese loco de amor. Ve su sonrisa, sus ojos ingenuos y siente su pregunta grabarse, una vez más, sobre la piel, a fuego lento.

-¿Quieres casarte conmigo?

La pregunta que toda mujer, sin excepción, espera. Y quizá es él, el hombre con el que toda mujer sueña. Sin embargo, ella tan sólo tiene veinte años y jamás había compartido su apartamento con un desconocido. No comprende el verdadero amor, por lo que se defiende con su mejor arma: su carácter.

-¡No! ¡Claro que no!

Se levanta y recuerda sus primeras palabras, su decisión. Él tiene que irse. No hay por qué demorarlo más. Pero él la detiene antes de que las ideas se cristalicen en su mente.

-¿Por qué no? –pregunta, tomándola de la cintura, como si bailaran tango.

La respiración de ella se paraliza. La de él se vuelve aún más perseverante, igual que sus palabras. Ella lo mira a los ojos y su belleza la abruma. Cierra los suyos y, de la oscuridad, toma la fuerza necesaria para pronunciar la mentira que los acompañará a ambos a lo largo de sus vidas:

-No podría casarme con cualquiera.

Él se molesta y lo expresa con un gruñido. Se aleja de ella, huye con el calor y se viste. Ella lo espera en el centro del apartamento, de pie, aún con los ojos cerrados. Al regresar, él se despide con un beso sobre el párpado, como en una película francesa.

***

Cuando la textura de sus labios desapareció de la piel de ella, él cerró la puerta y no volvió nunca más. Ella quiso guardarla, la textura, pero duró un par de segundos. Luego, sólo quedó el deseo de volver a recuperarla.

domingo, 5 de febrero de 2012

Vainilla.


París.

Nubes de aspecto pesado, finos rayos de luz interrumpidos. El cielo anunciaba una lluvia que no tendría piedad y ni siquiera el alba hizo acopio de valor contra ella. Lo sé porque lo vi. Sobre el Sena, en el puente de Alejandro III. El albor del primer jueves de Enero fue fugaz y grisáceo, casi imperceptible. Fue hermoso, y me sentí celosa. En silencio, me pregunté quién sería el afortunado. La persona a la que los dioses le habrían otorgado la belleza eterna del cielo.

Quién iba a saber que la respuesta vendría envuelta en tan dulce nombre.

***

Isaac Vargas tenía cincuenta y un años cuando la revista para la que yo trabajaba me ofreció entrevistarlo, aunque nadie lo diría. Era un Dorian Gray sin pasado, patria o bandera cuya piel se negaba a envejecer. Su belleza aún abrumaba, incluso tras la pantalla.

Y fue a través de ella que contemplé la historia de dos enamorados. Ambos vestían de negro y corrían, el uno en busca del otro, sobre un puente. Una vez en el centro de la estructura, se miraban. Ella era la única a la que la cámara filmaba y sonreía con melancolía. Antes de que las lágrimas pudieran escapar del plano de lo imposible, se abrazaban y ella las escondía sobre el traje de él. Entonces la imagen desaparecía de la pantalla y los dos amantes se perdían tras el telón de oscuridad.

Un instante después, la única lágrima que derramé se secó sobre mi mejilla y aquel abrazo quedó para siempre grabado, con sabor a sal, bajo mi piel. Había sido testigo del rodaje de la última escena de un anuncio cuyo producto revolucionaría el mundo de los aromas.

El nuevo perfume de Trésor.

Me hallaba rodeada de pantallas que mostraban la misma imagen desde distintos puntos de vista y con diferentes colores. Era el lugar en el que debía esperarlo. Era el lugar al que miró cuando, una vez las cámaras dejaron de filmar, su representante le señaló mi posición. Entonces él volvió a dirigirse a su compañera, la mujer de negro, para despedirse.

La besó en la mano, pero no en el párpado.

-La señorita Martín, de la revista Glamour –anunció su agente, una vez ambos llegaron hasta mí.

-Un placer –susurró él, a la vez que tomaba mi mano y la besaba.

Una vez más, quise que la textura de sus labios en mi piel fuera para siempre, pero duró un par de segundos. Luego, sólo quedó el deseo de volver a recuperarla. Pese a todo, le dediqué mi mejor sonrisa, aunque él apenas se percató. Me miró con extrañeza y el ceño fruncido, como si un detalle no encajara.

-Huele usted a vainilla –reconoció, no de forma negativa.

Sin embargo, ésta vez fui yo la que no pude evitar el asombro. Tal fue mi expresión, que él tuvo que excusarse por su atrevimiento:

-No se asuste. Verá, es que tengo buen olfato para detectar ese aroma.

-¿Y eso?

Ambos se miraron, actor y representante. Éste último había quedado sorprendido, más incluso que nosotros, con el giro imprevisto que había tomado la conversación. Isaac, en cambio, buscó en el semblante de su compañero permiso para continuar con ella.

-¿Forma parte la pregunta de la entrevista? –preguntó, una vez obtuvo la aprobación de la mano de un asentimiento.

Elevé mis manos, alzando la bandera blanca y señalando la ausencia de grabadora. Él introdujo sus manos en los bolsillos y desvió la mirada hacia el Sena. Su mánager, ante tal gesto, decidió dejarnos solos. Él, tan bien como yo, sabía que su protegido se encontraba en el límite del acantilado, preparado para saltar y sumergirse en las turbias aguas del pasado.

***

Sin duda, sería una historia épica, propia de los dioses del Olimpo. Un cuento que ya había oído demasiadas veces.

-Una vez conocí a una chica que olía a vainilla. Le gustaban las películas de amor y jamás se casaría con cualquiera.