Cuando los telediarios
retransmitieron el cuerpo inerte de Alexander Supertramp, toda América quedó
conmocionada.
Recuerdo
caminar, ajeno a la noticia, y toparme con un grupo de personas alrededor del
escaparate de Mike’s TVs. De pronto,
alguien emitió un sonido desgarrador, pero no fue el grito lo que me detuvo,
sino la voz.
Yo conocía
aquella voz.
Tras vencer
un terrible escalofrío, me deslicé entre el tumulto de bermudas y estampados
veraniegos, sin reparar en mi brusquedad para avanzar. La encontré de pie,
frente al escaparate de televisores, con ambas manos adheridas al cristal. Vi
lágrimas en su reflejo, sus labios y sus piernas temblaban. Poco a poco, su
cuerpo descendió hasta desplomarse sobre el suelo. No sabía a qué pantalla
mirar. Quizá esperaba a que algún telediario desmintiera la noticia.
Sin embargo,
cuando la cámara enfocó de nuevo la figura de un joven demacrado y consumido,
aporreó el cristal y profirió otro grito. Hasta entonces paralizado por la
escena, decidí acercarme a ella y evitar que destrozara sus manos. Me arrodillé
a su lado y la tomé de la cintura pero, al más mínimo intento de alejarla, se
arrojó a la vitrina.
-¡No,
no!-insistía, ahogada en llanto.
Yo no hacía
más que pronunciar su nombre, abrazarla más fuerte y acariciar su pelo, pero
ella insistía en gritar y llorar. Miré hacia atrás y comprobé que nuestro
público había aumentado, aunque ella no actuaba. Realmente sufría y, cuando las
lágrimas acumuladas nublaron mi vista, hice acopio de toda mi fuerza y la tomé
en brazos.
Su primera
reacción fue golpearme e insultarme. Luego, el agravio pasó a un segundo plano
y regresaron los alaridos.
-¡Le prometí
que esperaría! ¡Se lo prometí!-repetía.
Su cara
estaba roja, los ojos hinchados y su nariz taponada. Pronto el ruido del
tráfico nos envolvió y ella se calmó.
-Él me
quería, él…-decía, en sollozos.
Aquella
misma mañana, ella tiró el televisor por la ventana. Yo, el enano pecoso del
sonido, intenté consolarla. Esperé a que, con los años, el llanto cesara.
No lo hizo.
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