Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

jueves, 23 de agosto de 2012

Quinto.



Cuando los telediarios retransmitieron el cuerpo inerte de Alexander Supertramp, toda América quedó conmocionada.
            Recuerdo caminar, ajeno a la noticia, y toparme con un grupo de personas alrededor del escaparate de Mike’s TVs. De pronto, alguien emitió un sonido desgarrador, pero no fue el grito lo que me detuvo, sino la voz.
            Yo conocía aquella voz.
            Tras vencer un terrible escalofrío, me deslicé entre el tumulto de bermudas y estampados veraniegos, sin reparar en mi brusquedad para avanzar. La encontré de pie, frente al escaparate de televisores, con ambas manos adheridas al cristal. Vi lágrimas en su reflejo, sus labios y sus piernas temblaban. Poco a poco, su cuerpo descendió hasta desplomarse sobre el suelo. No sabía a qué pantalla mirar. Quizá esperaba a que algún telediario desmintiera la noticia.
            Sin embargo, cuando la cámara enfocó de nuevo la figura de un joven demacrado y consumido, aporreó el cristal y profirió otro grito. Hasta entonces paralizado por la escena, decidí acercarme a ella y evitar que destrozara sus manos. Me arrodillé a su lado y la tomé de la cintura pero, al más mínimo intento de alejarla, se arrojó a la vitrina.
            -¡No, no!-insistía, ahogada en llanto.
            Yo no hacía más que pronunciar su nombre, abrazarla más fuerte y acariciar su pelo, pero ella insistía en gritar y llorar. Miré hacia atrás y comprobé que nuestro público había aumentado, aunque ella no actuaba. Realmente sufría y, cuando las lágrimas acumuladas nublaron mi vista, hice acopio de toda mi fuerza y la tomé en brazos.
            Su primera reacción fue golpearme e insultarme. Luego, el agravio pasó a un segundo plano y regresaron los alaridos.
            -¡Le prometí que esperaría! ¡Se lo prometí!-repetía.
            Su cara estaba roja, los ojos hinchados y su nariz taponada. Pronto el ruido del tráfico nos envolvió y ella se calmó.
            -Él me quería, él…-decía, en sollozos.
            Aquella misma mañana, ella tiró el televisor por la ventana. Yo, el enano pecoso del sonido, intenté consolarla. Esperé a que, con los años, el llanto cesara.
            No lo hizo.

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