Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

jueves, 23 de agosto de 2012

Cuarto.


La mochila pesaba demasiado. Me instaba a detenerme y, quizá, regresar. Pero entonces mis heridas, los arañazos que ella misma había limpiado, se perderían. Mudarían a cicatrices sin una historia que poder contar, serían la evidencia de una meta que jamás alcancé. Si permanecía a su lado para amarla, mi juventud y mis principios quedarían incompletos.
Una idea intolerable, así que aligeré el paso. Eludí el dolor de mis hombros, cada latido de mi herido corazón y me abrí paso entre la multitud. El Sol estaba al borde de morir un día más y su última señal me cegó cuando me volví hacia su voz. La voz de ella.
-¡Alex!-gritó.
            Había recorrido dos manzanas desde el teatro hasta mí y las gotas de sudor se mezclaban con sus jadeos. Sin embargo, la luz dorada que la respaldaba y su sonrisa fueron condimentos suficientes para replantear la receta.
            ¿Y si ella me acompañase?
Al mismo tiempo que ensayaba la teoría del nuevo plan, me entretuve con preguntas triviales:
            -¿Y la obra?
            -Cancelada-su presencia no destruiría la intención de mi viaje, sólo plantearía una salvación ante el peligro de la soledad.
            -¿Y tu matrimonio?
            -Un fracaso-lo tendría todo: naturaleza, sexo, aventura y amor.
            -¿Antes incluso de comenzar?
            -Quiero ir contigo-y, de pronto, lo vi.
            Ella no creía en mi causa, sólo lo fingía. Tarde o temprano, cuando el invierno se tornara frío y duro, me preguntaría el por qué de Alaska. Yo tendría una respuesta, pero ella no la comprendería. Sufriría, tal vez hasta la gravedad, por tener mi presencia.
            No podía arriesgarme a que algo malo le pasara.
            -Dalila… -su nombre fue lo único que alcancé a decir como queja.
            No obstante, su gesto no cambió, sino que se mantuvo dulce. Un hombre con prisa que pasó a su lado la empujó hacia delante y ella aprovechó para tomar mi mano y murmurar:
            -Sólo un paseo.
            Respiré hondo porque, sin necesidad de palabras, había comprendido que yo me iría y que ella no vendría. Es una actriz lista, pensé; pero era mucho más que eso.
            Así que nos pateamos la ciudad y, calle por calle, su vida se fue deslizando por su boca hasta mis oídos, mi corazón después. Habló de su triste infancia, su triste adolescencia y el alivio que supuso la independencia. Además de actuar, cantaba y escribía breves relatos que soñaba convertir en una novela. Era el arte con un fino abrigo de paño.
            -¿Por qué sólo hablamos de mí?-bufó, cansada de sí misma y frunciendo el ceño.
            -Yo no tengo nada que contar-respondí, algo alicaído. Parecía que la despedida jamás se consumaría.
            -Alex… -ahora era ella la que pronunciaba mi nombre como queja-. Prométeme que volverás-atajó, de pronto.
            Así que ahí estaba: el adiós. En un instante, ambos vislumbramos nuestro desenlace con aquella intervención. Sería una promesa, un beso y una huida, nada más. Era mi turno, pero recordé salir de casa con la muerte como probabilidad y, por tanto, me vi incapaz de asegurarle mi regreso.
            -Prométeme que esperarás-fue la única tontería que se me ocurrió.
            Ella asintió sin dudar. Yo, no.
            Quería echar a correr, olvidar mi poca vergüenza entre la sociedad y, de imprevisto, ella descansó su cabeza sobre mi hombro. Me quedé con el gusto de esa falsa promesa, una mentira en los labios.
¿Quién encontró a quién? Esa es ya una pregunta sin respuesta. Sólo sé que, bajo el cielo negro de una ciudad sin nombre, quise perderme y no pude, porque ella me había encontrado. El ruido se tornó melodía y la pena, felicidad.
-¿Sabes? Antes solía ser muy rápida. La más rápida, de hecho.
Me alegré de que, en un parpadeo, su dulzura aplastara a la melancolía que amenazaba con instaurarse.
-¿Qué pasó?
-Mis prioridades cambiaron. Estudiar, trabajar y luego vino el teatro. Apenas quedó tiempo para correr.
-Reordena tus prioridades, entonces-concluí, encogiéndome de hombros.
-¿Cómo? ¿Así?
Y echó a correr. Tuvo el valor del que yo carecí minutos antes y se perdió junto con el gentío. Ahora era mi deber encontrarla, por lo que no perdí ni un segundo. Ambos nos tomamos de la mano metros más adelante y emprendimos una ruta sin destino. Brincamos, trotamos, galopamos como caballos en libertad por aceras estrechas de avenidas inmensas.          
Cada vez que la miraba, veía una figura de color distinto. Rojo, verde, azul, amarillo… Mientras que ellos variaban, su sonrisa permaneció intacta, virgen.
Sin embargo, después de media hora de tropiezos y albedrío, su velocidad disminuyó. Su felicidad se tornó desesperación, una especie de ahogo inundó su mirada. Había llegado el momento y sentimos miedo de no estar preparados. No obstante, yo no reduje mi ritmo y ella comenzó a llamarme. No puedo seguirte, no puedo seguirte, gritó. Luego vinieron los sollozos y, más tarde, el llanto. Su cuerpo de sudor ya no respondía a las órdenes asignadas, sus piernas fallaban y el aire que llegaba a los pulmones era escaso.
-Te quiero, Dalila-declaré.
No sé si llegó a escucharme, si el ruido silenció mi confesión. De todas las ocasiones en que dije la verdad, aquella fue la más pura y real, la única que me dejó vacío por completo. Entonces su corazón dijo “suficiente” y soltó mi mano. Sentí un frío irreparable, pero sólo miré hacia atrás un instante y la vi de rodillas, empapada por el sudor, las lágrimas y por una suave llovizna. Aún gritaba mi nombre mientras intentaba gatear.
Alguien la socorrerá, la arropará bajo sus sábanas y la consolará hasta que deje de llorar, pensé.
Me alejé hasta que dolió y luego seguí corriendo. Atravesé callejones, bulevares, parques, llanuras vacías y, al final, llegué al mar. Nadé hacia una luna menguante que me rehuía y, en algún momento, me detuve. Pataleé, grité, me sumergí y, cuando me creí morir, ascendí a la superficie. Suspiré su nombre.
Dalila, Dalila, Dalila, Dalila, Dalila…
-¡Volveré!-grité, una vez en la orilla. De rodillas, encogido a causa del frío.
Y la encontraré de pie, sentencié para mí, frente al escaparate de televisores. Serena, expectante.

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