La mochila pesaba demasiado. Me
instaba a detenerme y, quizá, regresar. Pero entonces mis heridas, los arañazos
que ella misma había limpiado, se perderían. Mudarían a cicatrices sin una
historia que poder contar, serían la evidencia de una meta que jamás alcancé.
Si permanecía a su lado para amarla, mi juventud y mis principios quedarían
incompletos.
Una idea intolerable, así que aligeré
el paso. Eludí el dolor de mis hombros, cada latido de mi herido corazón y me
abrí paso entre la multitud. El Sol estaba al borde de morir un día más y su
última señal me cegó cuando me volví hacia su voz. La voz de ella.
-¡Alex!-gritó.
Había
recorrido dos manzanas desde el teatro hasta mí y las gotas de sudor se
mezclaban con sus jadeos. Sin embargo, la luz dorada que la respaldaba y su
sonrisa fueron condimentos suficientes para replantear la receta.
¿Y si ella
me acompañase?
Al mismo tiempo que ensayaba la
teoría del nuevo plan, me entretuve con preguntas triviales:
-¿Y la obra?
-Cancelada-su
presencia no destruiría la intención de mi viaje, sólo plantearía una salvación
ante el peligro de la soledad.
-¿Y tu
matrimonio?
-Un
fracaso-lo tendría todo: naturaleza, sexo, aventura y amor.
-¿Antes
incluso de comenzar?
-Quiero ir
contigo-y, de pronto, lo vi.
Ella no
creía en mi causa, sólo lo fingía. Tarde o temprano, cuando el invierno se
tornara frío y duro, me preguntaría el por qué de Alaska. Yo tendría una
respuesta, pero ella no la comprendería. Sufriría, tal vez hasta la gravedad,
por tener mi presencia.
No podía
arriesgarme a que algo malo le pasara.
-Dalila… -su
nombre fue lo único que alcancé a decir como queja.
No obstante,
su gesto no cambió, sino que se mantuvo dulce. Un hombre con prisa que pasó a
su lado la empujó hacia delante y ella aprovechó para tomar mi mano y murmurar:
-Sólo un
paseo.
Respiré
hondo porque, sin necesidad de palabras, había comprendido que yo me iría y que
ella no vendría. Es una actriz lista, pensé; pero era mucho más que eso.
Así que nos
pateamos la ciudad y, calle por calle, su vida se fue deslizando por su boca
hasta mis oídos, mi corazón después. Habló de su triste infancia, su triste
adolescencia y el alivio que supuso la independencia. Además de actuar, cantaba
y escribía breves relatos que soñaba convertir en una novela. Era el arte con
un fino abrigo de paño.
-¿Por qué
sólo hablamos de mí?-bufó, cansada de sí misma y frunciendo el ceño.
-Yo no tengo
nada que contar-respondí, algo alicaído. Parecía que la despedida jamás se
consumaría.
-Alex…
-ahora era ella la que pronunciaba mi nombre como queja-. Prométeme que
volverás-atajó, de pronto.
Así que ahí
estaba: el adiós. En un instante, ambos vislumbramos nuestro desenlace con
aquella intervención. Sería una promesa, un beso y una huida, nada más. Era mi
turno, pero recordé salir de casa con la muerte como probabilidad y, por tanto,
me vi incapaz de asegurarle mi regreso.
-Prométeme
que esperarás-fue la única tontería que se me ocurrió.
Ella asintió
sin dudar. Yo, no.
Quería echar
a correr, olvidar mi poca vergüenza entre la sociedad y, de imprevisto, ella
descansó su cabeza sobre mi hombro. Me quedé con el gusto de esa falsa promesa,
una mentira en los labios.
¿Quién encontró a quién? Esa es ya
una pregunta sin respuesta. Sólo sé que, bajo el cielo negro de una ciudad sin
nombre, quise perderme y no pude, porque ella me había encontrado. El ruido se
tornó melodía y la pena, felicidad.
-¿Sabes? Antes solía ser muy rápida.
La más rápida, de hecho.
Me alegré de que, en un parpadeo, su
dulzura aplastara a la melancolía que amenazaba con instaurarse.
-¿Qué pasó?
-Mis prioridades cambiaron. Estudiar,
trabajar y luego vino el teatro. Apenas quedó tiempo para correr.
-Reordena tus prioridades,
entonces-concluí, encogiéndome de hombros.
-¿Cómo? ¿Así?
Y echó a correr. Tuvo el valor del
que yo carecí minutos antes y se perdió junto con el gentío. Ahora era mi deber
encontrarla, por lo que no perdí ni un segundo. Ambos nos tomamos de la mano
metros más adelante y emprendimos una ruta sin destino. Brincamos, trotamos,
galopamos como caballos en libertad por aceras estrechas de avenidas inmensas.
Cada vez que la miraba, veía una
figura de color distinto. Rojo, verde, azul, amarillo… Mientras que ellos
variaban, su sonrisa permaneció intacta, virgen.
Sin embargo, después de media hora de
tropiezos y albedrío, su velocidad disminuyó. Su felicidad se tornó
desesperación, una especie de ahogo inundó su mirada. Había llegado el momento
y sentimos miedo de no estar preparados. No obstante, yo no reduje mi ritmo y
ella comenzó a llamarme. No puedo seguirte, no puedo seguirte, gritó. Luego
vinieron los sollozos y, más tarde, el llanto. Su cuerpo de sudor ya no
respondía a las órdenes asignadas, sus piernas fallaban y el aire que llegaba a
los pulmones era escaso.
-Te quiero, Dalila-declaré.
No sé si llegó a escucharme, si el
ruido silenció mi confesión. De todas las ocasiones en que dije la verdad,
aquella fue la más pura y real, la única que me dejó vacío por completo.
Entonces su corazón dijo “suficiente” y soltó mi mano. Sentí un frío
irreparable, pero sólo miré hacia atrás un instante y la vi de rodillas,
empapada por el sudor, las lágrimas y por una suave llovizna. Aún gritaba mi
nombre mientras intentaba gatear.
Alguien la socorrerá, la arropará
bajo sus sábanas y la consolará hasta que deje de llorar, pensé.
Me alejé hasta que dolió y luego
seguí corriendo. Atravesé callejones, bulevares, parques, llanuras vacías y, al
final, llegué al mar. Nadé hacia una luna menguante que me rehuía y, en algún
momento, me detuve. Pataleé, grité, me sumergí y, cuando me creí morir, ascendí
a la superficie. Suspiré su nombre.
Dalila, Dalila, Dalila, Dalila,
Dalila…
-¡Volveré!-grité, una vez en la
orilla. De rodillas, encogido a causa del frío.
Y la encontraré de pie, sentencié
para mí, frente al escaparate de televisores. Serena, expectante.
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