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París.
Nubes de aspecto pesado, finos rayos de luz interrumpidos. El cielo anunciaba una lluvia que no tendría piedad y ni siquiera el alba hizo acopio de valor contra ella. Lo sé porque lo vi. Sobre el Sena, en el puente de Alejandro III. El albor del primer jueves de Enero fue fugaz y grisáceo, casi imperceptible. Fue hermoso, y me sentí celosa. En silencio, me pregunté quién sería el afortunado. La persona a la que los dioses le habrían otorgado la belleza eterna del cielo.
Quién iba a saber que la respuesta vendría envuelta en tan dulce nombre.
***
Isaac Vargas tenía cincuenta y un años cuando la revista para la que yo trabajaba me ofreció entrevistarlo, aunque nadie lo diría. Era un Dorian Gray sin pasado, patria o bandera cuya piel se negaba a envejecer. Su belleza aún abrumaba, incluso tras la pantalla.
Y fue a través de ella que contemplé la historia de dos enamorados. Ambos vestían de negro y corrían, el uno en busca del otro, sobre un puente. Una vez en el centro de la estructura, se miraban. Ella era la única a la que la cámara filmaba y sonreía con melancolía. Antes de que las lágrimas pudieran escapar del plano de lo imposible, se abrazaban y ella las escondía sobre el traje de él. Entonces la imagen desaparecía de la pantalla y los dos amantes se perdían tras el telón de oscuridad.
Un instante después, la única lágrima que derramé se secó sobre mi mejilla y aquel abrazo quedó para siempre grabado, con sabor a sal, bajo mi piel. Había sido testigo del rodaje de la última escena de un anuncio cuyo producto revolucionaría el mundo de los aromas.
El nuevo perfume de Trésor.
Me hallaba rodeada de pantallas que mostraban la misma imagen desde distintos puntos de vista y con diferentes colores. Era el lugar en el que debía esperarlo. Era el lugar al que miró cuando, una vez las cámaras dejaron de filmar, su representante le señaló mi posición. Entonces él volvió a dirigirse a su compañera, la mujer de negro, para despedirse.
La besó en la mano, pero no en el párpado.
-La señorita Martín, de la revista Glamour –anunció su agente, una vez ambos llegaron hasta mí.
-Un placer –susurró él, a la vez que tomaba mi mano y la besaba.
Una vez más, quise que la textura de sus labios en mi piel fuera para siempre, pero duró un par de segundos. Luego, sólo quedó el deseo de volver a recuperarla. Pese a todo, le dediqué mi mejor sonrisa, aunque él apenas se percató. Me miró con extrañeza y el ceño fruncido, como si un detalle no encajara.
-Huele usted a vainilla –reconoció, no de forma negativa.
Sin embargo, ésta vez fui yo la que no pude evitar el asombro. Tal fue mi expresión, que él tuvo que excusarse por su atrevimiento:
-No se asuste. Verá, es que tengo buen olfato para detectar ese aroma.
-¿Y eso?
Ambos se miraron, actor y representante. Éste último había quedado sorprendido, más incluso que nosotros, con el giro imprevisto que había tomado la conversación. Isaac, en cambio, buscó en el semblante de su compañero permiso para continuar con ella.
-¿Forma parte la pregunta de la entrevista? –preguntó, una vez obtuvo la aprobación de la mano de un asentimiento.
Elevé mis manos, alzando la bandera blanca y señalando la ausencia de grabadora. Él introdujo sus manos en los bolsillos y desvió la mirada hacia el Sena. Su mánager, ante tal gesto, decidió dejarnos solos. Él, tan bien como yo, sabía que su protegido se encontraba en el límite del acantilado, preparado para saltar y sumergirse en las turbias aguas del pasado.
***
Sin duda, sería una historia épica, propia de los dioses del Olimpo. Un cuento que ya había oído demasiadas veces.
-Una vez conocí a una chica que olía a vainilla. Le gustaban las películas de amor y jamás se casaría con cualquiera.
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