Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

jueves, 23 de agosto de 2012

Tercero.



Me colé por una de las puertas laterales, en silencio, y ninguno de los dos me oyó llegar. Él, maravillado con su musa, sonreía desde el final de las gradas, encerrado en una mesa de sonido. Ella, sin embargo, se movía libre sobre el escenario. Danzaba, tarareaba, cantaba una triste canción:

I remember tears streaming down your face
when I said: I’ll never let you go,
when all those shadows almost killed your light.
I remember you said: Don't leave me here alone,
but all that's dead and gone and passed tonight.

            Repetí la melodía de aquella última palabra para saborear su voz una vez más. Luego, el eco de ambas se perdió más allá de las butacas, quizá junto al joven enamorado. Sólo quedó su mirada divertida sobre mí, su sonrisa al descubrir mi presencia en aquel teatro.
            La puerta me había dejado en el extremo izquierdo de la enorme sala, junto al escenario. Me acerqué a él pasando frente a la primera fila de asientos. Ella permaneció inmóvil, una esbelta figura vestida de harapos blancos. Sostenía una vela y, al parecer, su labor era encender cada diminuto y rosado cirio, colocados en el límite del tablado.
            -¿Nerviosa? –pregunté.
            Ella negó, aún divertida, al igual que una niña. Pero todo era una bella fachada que ocultaba un edificio tembloroso. Su pecho ascendía y descendía intranquilo y sus manos parecían tiritar. En un instante, supe cómo ayudarla.
            -¿Puedo?
            -Claro.
            Subí al escenario de un salto y le tendí mi mano.
            -Ven, siéntate –le pedí.
            Ella colocó la última vela, tomó mi mano y juntos nos sentamos, con las piernas cruzadas, sobre la madera. Reparé entonces en los harapos blancos, pues sólo ocultaban las zonas estratégicas de su cuerpo, pero me obligué a elevar la vista. Acabaré en la calle y con una bofetada, me dije.
            Miré sus enormes ojos miel y acerqué mis manos a su rostro. Fue un movimiento lleno de pausas e inseguridades, como si tratara de acariciar a un caballo desbocado. Sin embargo, ella no era una bestia, sino una actriz, así que se dejó tocar y enmascaró su asombro.
            Comencé a masajear sus mejillas, creando círculos y elipses. Bajó sus párpados y yo me dediqué a su rostro al igual que, horas antes, ella había hecho con mi cuerpo sucio, mugriento. Sienes, frente, labios…
-Una vez me colé en una clase de teatro y aprendí esto-expliqué-. Te relaja, pero hay que hacerlo uno o dos minutos antes de salir a escena.
            -Aún nos queda un cuarto de hora.
            Recordé entonces que no estábamos solos. Desde el final de las gradas, encerrado en una mesa de sonido, un chico moreno de mirada caída nos espiaba, celoso. Su gran mentón aprisionaba unos dientes que rechinaban. Vi su ira escapar a la jaula de teclas y botones, bajar precipitadamente los escalones y llegar hasta nosotros. Sin embargo, ella abrió los ojos, se volvió hacia un público etéreo y la detuvo en seco.
            En algún momento, los espíritus de ambos amantes se encontraron y charlaron. Ella le explicó la situación y él escuchó. No aceptó la nueva realidad, pero se resignó a vivirla y su rabia de joven enamorado se esfumó del teatro.
            -Pues tendrás que pedirle al chico de sonido que lo repita-bromeé, en el momento idóneo. Ella había regresado de su trance, soltó una débil carcajada y me golpeó la pierna, fingiendo diversión.
Continué con mi masaje y ella volvió a dormirse.
            -¿Vas a casarte con él?-había llegado a la parte inferior de su mentón y advertí cómo su garganta se tensaba, se cerraba a cualquier dosis de aire.
            -Ése era mi plan-murmuró.
            Pronto un velo de melancolía se cernió sobre mí, aunque, ¿qué esperaba? ¿Acaso podía reprocharle haber encontrado el amor en otro? Yo acababa de llegar. Con todo y con eso, una ola devastadora de cólera arrasó mi ánimo. Experimenté un resentimiento desconocido hacia mí mismo, por no haberla amado antes que aquel canijo pecoso. Quise desatender sus caricias y comenzar con mis golpes y arañazos, más… Un momento, pensé, ¿qué ha dicho?
Capté la presencia del Pretérito Imperfecto al mismo tiempo que ella susurraba:
-Hasta ahora.
No fue la mejor de las respuestas, pero sonreí. Su espíritu se acercó y apartó de mí el velo de melancolía. Respiré hondo, llené mis pulmones de alivio y, sin embargo, regresaron. Ellos, que habían permanecido ocultos frente a los televisores, bajo el agua de la bañera.
La paz no duró y pronto entré en guerra, pues todos los principios que me habían abandonado en aquella ciudad lapidaron mi mente. Alaska, una vida inmaterial y compañía hicieron de las suyas y trajeron de nuevo el cielo encapotado. Debo irme, era el mensaje. Pero quería saber, quería que ella lo dijera y yo creerla.
-¿Y ahora?-inquirí.
            Sonó un redoble de tambores, alguien golpeó un gong.
            -Ahora estás tú y no sé qué hacer.
            Y la besé. Dios, no pude evitarlo. Aprisioné su rostro entre mis manos, me abalancé sobre su cuerpo menudo y la besé. Ella se encogió, sorprendida al principio, salvaje después. Ambos nos arrojamos el uno al otro y ella tiró de mi cuello, de mi camiseta, de mí. Abrió la boca y, al encontrarse las puntas de nuestras lenguas, una chispa se encendió. Nos incorporamos sobre nuestras rodillas, golpeé su cintura contra la mía y ella introdujo su mano para arañar mi pecho. Gruñí, ella gimió y…
            Cuando la llama llegó de forma atropellada a la dinamita, ésta no explotó. Mis principios y su chico de sonido derramaron un cubo de agua y el fuego se apagó. Me aparté de ella sin compasión y la dejé aún con los ojos cerrados.
            -Tengo que irme-murmuré.
            Bajé del escenario con otro salto, cogí mi mochila y rehíce el camino hacia la puerta.
            -¿Dónde te sentarás?-preguntó, a lo lejos, su voz llorosa.
            -En la última fila-mentí, aunque eso ella ya lo sabía.
            -Como los niños malos-respondió, esbozando una sonrisa divertida.
            Me fui para no volver y, al cruzar el umbral, escuché que la musa semidesnuda volvía a entonar su triste canción:

I remember tears streaming down your face
when I said: I’ll never let you go,
when all those shadows almost killed your light.
I remember you said: Don't leave me here alone,
but all that's dead and gone and passed tonight.
           
Ésta vez, fue el canijo pecoso quien tarareó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario