Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

domingo, 9 de mayo de 2010

Yo, Que Te Creía Los Cuentos.



¿Controlas a tus pensamientos, o ellos te controlan a ti?

Sinceramente, no lo sé, y me parece una pregunta demasiado difícil, complicada, retorcida y madura para una persona como yo, vacía de experiencias suficientes como para contestarla. Por obligación y porque es la única respuesta lógica y real que se me ocurre, diré que sí, mis pensamientos me controlan. Y sí, yo también los controlo a ellos. Muchas veces, te obligas a ti misma a no pensar en algo o en alguien, a no darle vueltas a cierto tema, y acabas consiguiendo lo que te propones, enterrando en el más profundo rincón de tu razón el recuerdo de aquello que quisiste dejar atrás. En cambio, en otras circunstancias, es tu mente la que se sale con la suya, y te das cuenta de que es imposible realizar aquello que una parte de ti deseaba, o pretendía desear. Peleas contra tu instinto, contra tu mente revolucionada, limitándola, y, al bajar la guardia, el desorden vuelve a instaurarse. Porque a veces te sientes seguro, capacitado, y otras confundido, perdido. Eso es la adolescencia, supongo. Una montaña rusa que alguien ha de detener, una caída en picado de la que algún héroe tiene que salvarte. Hasta que te das cuenta de que no hay freno que pisar, ningún héroe al que llamar.


WLS

domingo, 11 de abril de 2010

Oculto.


Do you wait for me again?

Por un momento, cierra los ojos. Sigue corriendo, sin ver. Eleva los brazos y escucha. Si no fuera por los tiros que se oyen a los lejos y los gritos ahogados de rostros sin nombre, podría estar en el cielo. Oh, sí. Sonriendo mientras el tiempo pasa sin importarle, mientras él agarra su mano y no se la suelta, mientras le mira con esos ojos azules suyos que tanto odian los soldados.
Pero no está en el cielo. Él no le agarra la mano. Abre los ojos y no lo ve delante suya, corriendo como él. Ha desaparecido, pero siente que lo mira. ¿Desde dónde? Se para y observa el lugar. Están lejos de las cabañas, lejos de la “escuela”. No deberían estar allí. No deberían haber burlado a los soldados. Pero Ian siempre hace lo que quiere cuando puede y él siempre lo sigue. Como si fuera su estrella, su guía.
De pronto, sin necesidad de una señal, sabe que sus miradas se han encontrado. Y sabe que él está dentro de esa especie de cobertizo con la puerta entreabierta, esperándole. Camina, pisando el barro con sus desnudos pies y hundiéndose de vez en cuando. Su risa aumenta conforme va llegando, hasta que empuja a la puerta para que se abra completamente. Y dentro, sólo oscuridad.
Sin miedo, entra. A tientas, se guía por la pequeña habitación hasta que toca una especie de tela áspera. Está donde guardan los trajes. Esos trajes horrendos que los convierten a todos en iguales. Y en parte tienen razón. Él no es especial, pero Ian sí. Se da la vuelta y alguien le pisa sus pies:
-¡Ay! –medio grita medio susurra, mientras intenta aguantarse la risa.
-Lo siento –le contesta él, avergonzado.
Y le perdona. Mientras le acaricia su mejilla, con algún que otro grano adolescente, se imagina la de veces que sería capaz de perdonarlo. Una, dos, tres… Miles. Miles “te perdono”. Miles “te quiero”. Miles de besos escondidos bajo una mirada. No lo aguanta más. Está harto de trabajar. Está harto de los soldados. Está harto de esa gran alambrada. Está harto de ese brazalete que cada día le quema más y más. Está harto de ser judío.
Siente su respiración nerviosa en sus labios, ese aire caliente que le hace ruborizarse. Siente cómo las manos de él suben poco a poco por sus pantalones sucios y mojados hasta que llegan a su cara. Y sus labios se acercan, se acercan. No los ve, pero los siente. Como nunca antes había sentido a alguien.
De repente, el montón de trajes sobre el que está apoyando la espalda se derrumba y los dos caen sobre una montaña de maloliente ropa. Y se besan. Una y otra vez. Se besan, se sienten, se tocan, se ríen. Nota que sus manos frías no aguantan la tentación de buscar bajo su camisa la huesuda piel, repleta de dolor, de moratones. Ian siente sus manos y se quita la camiseta, a pesar de que fuera hace viento. Gimen, sonríen, se tiran al congelado suelo. Ian encima suya. Él debajo. Poco a poco, alguien le va bajando los pantalones. Con dudas, con ansias.
Él cierra los ojos y, sin necesidad de imaginárselo, lo sabe. Está en el cielo.
Y, pese a todo el calor, pese a que están sudando, a los dos les da escalofríos al mismo tiempo. Alguien ha abierto la puerta. Él abre los ojos. Ian suelta sus pantalones. Los dos miran hacia la sombra que los contempla, con la boca abierta y con ira en la mirada. Lentamente, el hombre saca su pistola y apunta. No le tiembla la mano, no se lo piensa.
Él oye el sonido de los dos disparos y siente una de las balas clavada en su costado; pero no le importa.
Ian le está besando.


WLS

sábado, 3 de abril de 2010

Don't tell me that it's over.


I want to wake up kicking and screaming, I want to know that my hearts's still beating. It's beating, I'm bleading...

Hay que ver, la de cosas que tiene eso de ser adolescente. Eso de tener todas y cada una de tus pequeñas hormonas revolucionadas, esperando cualquier oportunidad para explotar en un mar de gritos estúpidos y latidos incesantes de esa máquina rara. Eso de no poder pensar en otra cosa. Amor, amor, amor. Bueno, y sexo. Eso de tener una mente tan simple, tan predecible, tan normal. Hay que ver, la de cosas que tiene eso de ser adolescente. Engañarte, martirizarte, mentirte. Horas y horas en ese pequeño santuario de cuatro paredes que ni siquiera se distinguen por los miles y miles de pósters. Esas miradas de papel fino cada noche, esa ilusión, esos sueños, esas ganas de comerte el mundo. Esa certeza de que todo está a tus pies, de que un día lo conseguirás. Amar a un extraño, a un desconocido. Idolatrarlo, soñarlo, desearlo. Hay que ver, qué de cosas. Qué de lágrimas mimadas, estúpidas e innecesarias. Qué de momentos buenos, de risas, de saltos, de corazones que dejan de latir, de caras rojas por la vergüenza, por el amor que aflora cual primavera esperada. Qué de amigos que no lo son, que quieres que lo sean, que tal vez serán. Qué de decepciones. Una tras otra. Qué de enfados superficiales e infantiles que luego se convierten en sonrisas y caminatas en forma de ese. Peleas con tu madre, con tu padre. Peleas con todo el mundo. Darle la espalda a la sociedad, a la estrecha y equivocada sociedad. Revelarte, revolucionarte, hacerte ver, creyendo que siempre brillarás, que tu estrella siempre estará ahí, para que todo el mundo pueda otear el horizonte y contemplarte. Bella, inteligente, buena, rebelde, divertida. Tu estrella y de nadie más. Porque ser adolescente tiene muchas cosas. Tiene muchas reglas rotas, muchos corazones estropeados, lentos y tristes. Pero las estrellas, tarde o temprano, siempre se apagan.
Y supongo que es mejor así.


WLS

martes, 30 de marzo de 2010

Tentador,furtivo.


And I would have stayed up with you all night. Had I known how to save a life…

La rutina volvió a estancarse de nuevo en aquel limbo eterno que parecía ser el mío. No sabía por qué estaba allí, y tampoco me molesté en preguntar. Me encontraba completamente sola, bañada por una oscuridad apabullante. No había luz por ninguna parte y no podía distinguirme ni las palmas de mis manos. Pero eso no era nuevo. Cada noche, cada vez que lograba cerrar mis ojos para no volver a abrirlos en las próximas ocho horas, aquel sueño me perseguía como loco. Me esperaba en mi cama cada día, al dar las diez. Tentador, furtivo, pero demasiado peligroso. Porque, mientras contemplaba la oscuridad que me rodeaba, la nada más inmensa, sentía miedo. Miedo a no salir de allí, a no poder escapar, huir.
Comencé a desesperarme, como siempre. Sentí cómo las gotas de sudor resbalaban por mi sien, presas del nerviosismo. Miré a izquierda y derecha, pero no había nada. Ni luces, ni aromas, ni tactos, ni sonidos diferentes. Todo estaba sumido en el más profundo de los silencios. Y yo cada vez tenía más miedo. Las rodillas comenzaron a fallarme y, a los pocos minutos, me desplomé, sobre fuera cual fuese el suelo que hubiera debajo de mis descalzos pies. Me agarré fuertemente las rodillas, buscando cualquier tipo de protección ante la soledad eterna. Y, como siempre, antes de que los suplicantes sollozos se convirtieran en algo más, una espalda se apoyó contra la mía. Una espalda grande, fuerte.
Como si lo necesitara, como si toda mi vida hubiera estado esperando ese momento, dejé caer una de mis manos y la arrastré hacia esa espalda, quedándome a medio camino entre la persona desconocida y yo. Mi cabeza seguía entre las piernas, incapaz de moverse. Hasta que sentí su tacto. Rugoso, fuerte, cálido. Su mano se posó sobre la mía, apretándola contra el invisible suelo. Luego, vino el susurro. Aquel susurro reconfortante, que hacía que me sintiera completa cada noche.
-Camina, corre, huye, avanza –era un susurro lejano. Tanto, que apenas podía distinguir si era de hombre o mujer-. Sígueme, persígueme.
Pestañeé y todo se volvió blanco. Absolutamente todo. La melodiosa, cariñosa y dulce voz se perdió completamente en la lejanía. Aquella espalda grande y segura desapareció, al igual que la mano cálida y protectora. Incluso yo desaparecí del plano. Lentamente, abrí mis ojos, preparada para cualquier cosa.
Menos para lo que me estaba esperando al otro lado.


WLS

martes, 16 de marzo de 2010

I thought I could fly...


And I don’t want to hear the sound of losing what I never found…

Sentada en una parada de algún autobús de cualquier calle, miré al vacío una vez más. Contemplé el charco en el que pisos llenos de recuerdos se reflejaban. Y sentí que no avanzaba. Una vez más, noté el frío de aquel estancamiento perpetuo al que miles de cadenas ásperas e irrompibles me sometían. Contemplé la madurez en el cielo. Azul, despejada, limpia. Tan imposible, tan inalcanzable. Demasiado intangible como para ser cierta. La inocencia intentando no ahogarse en el charco que mis pies habían pisado segundos antes. La inocencia, que se negaba a abandonarme. La inocencia. Pesada, chillona, que se burlaba de mí suspiro tras suspiro. Aquel camino desértico ya no podía ser más largo, ya no podía complicarse más. El cielo no podía hundirse más, pues ya casi lo rozaba si me ponía de puntillas. A pesar de ser de un azul intenso, de ese azul que roba sonrisas, yo lo veía gris, gris oscurecido. Porque tal vez esperaba un trueno que lo destruyera todo y que me dejara escapar. Un relámpago, un rayo, un halo de luz ardiente. Algo que significara el fin de aquella agonía adolescente, de aquella confusión, de aquella parada profunda y dolorosa que jamás podría superar. Nunca apareció ningún trueno. Seguí esperando cinco minutos más, hasta que un autobús cualquiera se detuvo frente a mí, abriéndome sus puertas a un nuevo mundo. Donde tendría que buscar otra manera de escapar, de huir sin que nada importase. Ni una mirada furtiva, ni un “perdona, no quería pisarte”, ni un empujón a propósito, pero sin maldad. No, el amor no podía salvarme aquella vez.
Y, casualmente, alguien me miró. Alguien le susurró a mi oído “perdona, no quería pisarte”, justo después de sentir mi cuerpo un pequeño pinchazo en el pie. Alguien me empujó. Miré al vacío una vez más. Traspasando los cristales del transporte, las verjas, los edificios, el horizonte. Y me quedé allí, en la nada. En la oscuridad.

No, el amor no iba a salvarme aquella vez.


WLS

domingo, 14 de marzo de 2010

Recortesdeunavida



Lágrimas que anuncian conclusiones, manos que no dan sin recibir...

La niña aquella pegaba estampas, sabiendo que, en cuanto su madre regresase de la compra, la reñiría y las quitaría todas. Pero no le importaba, así que siguió colocando imágenes de su ídolo en la puerta del armario. Cada foto, cada recorte, lo miraba. Qué guapo salía en esa, y en aquella, y en la otra… Se rió. Qué tonta era. Pensar que algún día le conocería. Menuda tontería de niña chica. Aunque, bueno, ahora que lo pensaba, tenía diez años. Tampoco era muy mayor. Ni siquiera se la podía considerar como una adolescente. Pese a todo, ella siempre le decía a su madre que ya era grande, madura, casi como una adulta. Esa, precisamente, fue la razón por la que habían discutido antes de que ella se marchara. No soportaba que aún la tratase como a un bebé.
Pegó la última foto con rabia, con mucha rabia.
Contempló por última vez su estupendo collage y se sintió orgullosa de sí misma. De pronto, un ruido, unos pasos, susurros. ¿Mamá? No hacía más que preguntar. Nadie contestaba. Estará enfadada, pensaba, encogiéndose de hombros. Pero no, no era mamá. Un hombre entró a la habitación y la miró, sonriente. Era guapo, mucho. Tal vez demasiado. Se agachó junto a ella y, antes de que la niña pudiera gritar, le tapó la boca con dulzura, mostrándole su amplia sonrisa. Una sonrisa mala, cruel. Le susurró palabras oscuras escondidas bajo la apariencia amable. Ella lo sabía. Lo sabía porque era madura para su edad, porque ya era casi una adulta.
Minutos más tarde estaba en el coche del extraño, con el cinturón abrochado. Fuera llovía. Qué raro. Ella siempre sonreía cuando llovía, pero aquel día no podía. El apuesto raptor se sentó a su lado y le agarró la mano, diciéndole que ahora era su niña y de nadie más. Asintió y toda esa madurez se vino abajo. Sollozó, bajando la mirada. En sus pantalones, había un recorte de su atractivo ídolo que había olvidado pegar. Lo miró. Él era más guapo que aquel hombre, por supuesto. Acarició la foto y el coche se puso en marcha.
Echaría de menos a su madre.


WLS

domingo, 7 de marzo de 2010

Supequeñoplan


Idiota por colgar tus besos con un marco rojo por si ya no vuelvo a verlos más

Chicago. Viernes, 00:10.
La ciudad, el día, la hora… no se ha podido equivocar, todo coincide. Coincide con el plan. Pero, ¿y si ella no ha seguido el plan? Tal vez se haya cansado. La última vez fue… fue distinta a las demás. No, ella vendrá. Diez minutos no es nada. Es famosa, es normal. Tendrá una fiesta que dar, algo que anunciar. Pero vendrá. Le quiere, él lo sabe.
No soporta que lo hagan esperar, y menos ella. Enciende la televisión. En el MTV, un reportaje. Una fiesta, una fiesta a la que él no ha sido invitado. Y la ve. Allí, entre la multitud de gente falsa vestida de lujo, la ve. Con sus vaqueros cortos, su top rojo. Se ríe. Qué distinta a los demás, qué verdadera. La cámara la enfoca y ella, ni corta ni perezosa, le saca la lengua. Desaparece del plano, con un ágil movimiento. Nunca le han gustado las cámaras. Aún así, se metió en el mundo de la música y el cine. Una chica contradictoria. Su chica contradictoria.
Pero eso significa que ha olvidado su cita con él. Apenado, disgustado, un poco de todo, apaga el televisor y se tumba en la cama. Y recuerda que está en Chicago, en una gran noche, en un caro hotel, en la suite de enamorados. Y solo.

Focos, focos, y más focos. Definitivamente, odia los focos. Y, entonces, ¿por qué es famosa, si odia los focos? Él sabría la respuesta, sí. Él siempre tiene las respuestas. Aunque, seguramente, ahora estará preguntándose por qué ella no está allí. Y no tendrá la respuesta. O, a lo mejor sí, encendiendo la televisión. Según el reloj de uno de los muchos fotógrafos eran las doce y cuarto. Ya iba tarde. Pero, ¿iba a ir? Había llegado a un acuerdo con su mente y con su corazón. Lo dejaría sufrir un poco más, hasta el próximo mes.
Entonces recuerda la última carta suya que recibió. “Las cosas cambiarán, ya lo verás”. Nunca él había acabado así una carta. Nunca. ¿Y si eso significaba algo? Quizá… ¿Por qué no? Una alfombra roja se extiende hasta muy lejos. Todavía queda tanta noche…
De pronto, una voz, una voz que todo lo sabe:
-Las cosas cambian, si las cambias tú.
Él, su apoyo en la vida, su compañero de locuras, la está mirando. Lo sabe. Sabe que cada mes ella se escapa de todo y vive su pequeña historia de amor, de lujuria, lejos de los odiados focos. Y jamás se alegra tanto de que alguien sepa su gran secreto, porque en ese mismo instante sale corriendo de aquel infierno de luces con un destino planificado. Va a seguir con el plan.

Aún espera algo. Lo que sea. Un sonido de tacones a lo lejos, una llamada con una excusa, algo. Ahora está como aquella última vez, sentado junto al cristal, mirando las luces de las calles. Ya ha empezado a sollozar cuando, de entre toda la muchedumbre que se agolpa en la puerta del hotel, un destello rojo aparece, fugaz.
Se levanta, tirando la silla y provocando un estruendo que los inquilinos de abajo seguro que han notado. Pega las dos manos al cristal y agudiza su vista. Ella siempre va de rojo, según el plan. Los latidos ya van a mil por hora, pero el destello no se ha vuelto a repetir. No va a perder la esperanza. Con cuidado, coloca la silla en su posición inicial y se vuelve a sentar, sin apartar su vista del cristal. Sigue esperando su destello rojo.

Metros y metros más abajo, una figura esbelta con piernas largas y top rojo corre a través del hall hasta llegar a la recepción.
-¿Qué desea? –la voz del recepcionista parece enfadada, pero no le importa. Que lo pague con otra.
-Ya sabe lo que deseo –murmura, aunque en realidad hubiera preferido que fuera un gruñido.
Lentamente, el hombre se levanta de su silla y se acerca al inmenso armario de las llaves. Ella empieza a perder los estribos. Incompetente, machista… Empieza a crear una lista mental que, seguramente, no tendrá fin.
-Trescientos noventa y cinco, trescientos noventa y cinco… -susurra él, tanteando con sus encogidos dedos las distintas tarjetas.
-So imbécil, la tienes delante de ti.
Cree ver salir humo de sus orejas mientras coge la llave y la deposita con fuerza en el mostrador. Se siente. Con ella hay que ser competente y rápido. Sobre todo cuando trata de seguir un plan y ya va tarde. Coge la tarjeta y le guiña un ojo al hombre, que le dedica la peor de sus muecas de desprecio.
Corre, con sus tacones rojos recién comprados, corre. Hace horas que le han empezado a doler los pies y, cuando llega al ascensor, se los quita. Le da al botón, al último botón, y se mira en el espejo mientras la puerta se cierra. Nunca se ha visto tan guapa. Tiene las mejillas rojas por el esfuerzo, se le ve medio sujetador y sus cabellos alocados descansan en su cara como si nada. No hacen falta retoques. Se tirará encima de ella en cuanto la vea aparecer por la puerta.
Y, hablando de puertas, la del ascensor ya se ha abierto.
Sale y mira a izquierda y derecha. ¿Qué numero era? Trescientos, trescientos… noventa y… ¡Cinco! Recuerda una graciosa rima pero se la guarda, para cuando, después de hacer el amor, le cuente todo lo que ha pasado para llegar mínimamente temprano. Oh, sí, cómo desea que llegue ese momento. Y el de antes, y el de después… Todos.
Por fin. 395. Nerviosa, intenta meter la tarjeta en la ranura con delicadeza. A la cuarta vez, lo consigue. Y entonces empuja la puerta, y ésta se abre. Él está en la ventana, como ella en aquel último fin de semana. Sorprendido, se la queda mirando. Con deseo, con lujuria, con alegría, pero, lo más importante. Con amor.
Y de pronto, lo comprende. Su pequeña historia de amor nunca se hará pública. Jamás. Y sonríe.


WLS

domingo, 28 de febrero de 2010

Quéperralavida...


Ya está ahí la Luna. Qué perra la vida y esta soledad...

Le siente a su lado, cercano, pero se da cuenta de que no es verdad. No la mira, no se atreve. Sentado en el borde de la cama, comienza a vestirse. Ella no. Ella sigue mirando por la ventana, con sólo sus braguitas blancas de encaje puestas. Saben lo que viene ahora. Después de tres años siguiendo el mismo ritual, todo parece planeado. Todo menos la pasión, las formas de hacerlo, los besos inventados… Eso siempre es distinto. Manos, labios, miradas. Nunca se repiten. Tal vez eso sea lo que les mantiene fogosos durante los cortos fines de semanas que pasan juntos. Tal vez.
Pero esos dos días pasan rápido. Demasiado rápido. Cada domingo, al dar las diez, ella se pregunta lo mismo. ¿Por qué así? ¿Por qué no juntos? Y la misma contestación lacrimosa: Acabaríamos cansados el uno del otro. No le cree. Imposible cansarse de esos ojos, esos susurros tiernos en su oreja. Imposible.
Él parece escuchar sus pensamientos mientras se abrocha los vaqueros. Por primera vez, se fija en ella. Su cuerpo desnudo esbelto, lleno de secretos sin descubrir; su mirada, un océano profundo y oscuro; toda ella, rebelde, viva, de verdad. Cómo le duele dejarla. Abandonar esa habitación del hotel con un simple “hasta pronto”. Y luego la espera. Ver pasar los días, contándolos, sintiendo cómo el deseo crece… Hasta que todo explota el día señalado, en el hotel especial, en la suite más cara.
Se levanta para coger la camisa que dejó tirada en el suelo horas antes.
Seguro que sigue vistiéndose. No se digna a mirarle, pero sabe que ya le queda poco. Oye unas botas. Ya mismo se irá. Pero esta vez no va a llorar, aparentará que no le duele. Aguantará, sólo hasta que la puerta se cierre y él la abandone una vez más. Aguanta, aguanta…
-Adiós –dice él, mirándola, contemplándola.
Y la misma respuesta, pero más difícil, más fría.
-Adiós.
Sabe que no se va a levantar de su silla, que no va a dejar de mirar a través de la ventana para correr hacia él y abrazarle, decirle “te amo” y llorar mientras llama al ascensor. No, nunca fue así y nunca lo será. Aún a pesar de eso, espera.
Cinco minutos más tarde, ya está bajando por el ascensor. Ella, en la habitación, se derrumba frente al cristal. Desnuda y con frío, golpea la ventana, arrepintiéndose de no haberle abrazado, como cualquier esposa que ve a su marido marchar para la guerra. Y, muy en el fondo, sabe que ella es fría, y que él la desea así.
Pip. El ascensor se detiene en el hall. Dudoso, sale, y camina a paso ligero hasta llegar a la puerta principal. Fuera hace frío, un frío nocturno. Pero él no lo siente. Aún está acalorado, y sabe que ella lo está mirando, desde su ventana, muy arriba. Se detiene.
En la suite, lo contempla. Podría distinguirlo entre miles y miles de personas. Sólo él anda de esa manera despistada. Sólo él. De pronto, se da la vuelta y la mira. Debería haberse puesto las gafas, se dice, una y otra vez. Porque cree distinguir algo muy importante y no está segura. No, no le hacen falta. Él lo está haciendo. Con su pálida y masculina mano, ha formado la mitad de un corazón. Ella no lo duda. Levanta su frágil brazo y pega la mano al cristal.

Y crea la mitad de un corazón. La mitad que faltaba.


WLS