Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

domingo, 7 de marzo de 2010

Supequeñoplan


Idiota por colgar tus besos con un marco rojo por si ya no vuelvo a verlos más

Chicago. Viernes, 00:10.
La ciudad, el día, la hora… no se ha podido equivocar, todo coincide. Coincide con el plan. Pero, ¿y si ella no ha seguido el plan? Tal vez se haya cansado. La última vez fue… fue distinta a las demás. No, ella vendrá. Diez minutos no es nada. Es famosa, es normal. Tendrá una fiesta que dar, algo que anunciar. Pero vendrá. Le quiere, él lo sabe.
No soporta que lo hagan esperar, y menos ella. Enciende la televisión. En el MTV, un reportaje. Una fiesta, una fiesta a la que él no ha sido invitado. Y la ve. Allí, entre la multitud de gente falsa vestida de lujo, la ve. Con sus vaqueros cortos, su top rojo. Se ríe. Qué distinta a los demás, qué verdadera. La cámara la enfoca y ella, ni corta ni perezosa, le saca la lengua. Desaparece del plano, con un ágil movimiento. Nunca le han gustado las cámaras. Aún así, se metió en el mundo de la música y el cine. Una chica contradictoria. Su chica contradictoria.
Pero eso significa que ha olvidado su cita con él. Apenado, disgustado, un poco de todo, apaga el televisor y se tumba en la cama. Y recuerda que está en Chicago, en una gran noche, en un caro hotel, en la suite de enamorados. Y solo.

Focos, focos, y más focos. Definitivamente, odia los focos. Y, entonces, ¿por qué es famosa, si odia los focos? Él sabría la respuesta, sí. Él siempre tiene las respuestas. Aunque, seguramente, ahora estará preguntándose por qué ella no está allí. Y no tendrá la respuesta. O, a lo mejor sí, encendiendo la televisión. Según el reloj de uno de los muchos fotógrafos eran las doce y cuarto. Ya iba tarde. Pero, ¿iba a ir? Había llegado a un acuerdo con su mente y con su corazón. Lo dejaría sufrir un poco más, hasta el próximo mes.
Entonces recuerda la última carta suya que recibió. “Las cosas cambiarán, ya lo verás”. Nunca él había acabado así una carta. Nunca. ¿Y si eso significaba algo? Quizá… ¿Por qué no? Una alfombra roja se extiende hasta muy lejos. Todavía queda tanta noche…
De pronto, una voz, una voz que todo lo sabe:
-Las cosas cambian, si las cambias tú.
Él, su apoyo en la vida, su compañero de locuras, la está mirando. Lo sabe. Sabe que cada mes ella se escapa de todo y vive su pequeña historia de amor, de lujuria, lejos de los odiados focos. Y jamás se alegra tanto de que alguien sepa su gran secreto, porque en ese mismo instante sale corriendo de aquel infierno de luces con un destino planificado. Va a seguir con el plan.

Aún espera algo. Lo que sea. Un sonido de tacones a lo lejos, una llamada con una excusa, algo. Ahora está como aquella última vez, sentado junto al cristal, mirando las luces de las calles. Ya ha empezado a sollozar cuando, de entre toda la muchedumbre que se agolpa en la puerta del hotel, un destello rojo aparece, fugaz.
Se levanta, tirando la silla y provocando un estruendo que los inquilinos de abajo seguro que han notado. Pega las dos manos al cristal y agudiza su vista. Ella siempre va de rojo, según el plan. Los latidos ya van a mil por hora, pero el destello no se ha vuelto a repetir. No va a perder la esperanza. Con cuidado, coloca la silla en su posición inicial y se vuelve a sentar, sin apartar su vista del cristal. Sigue esperando su destello rojo.

Metros y metros más abajo, una figura esbelta con piernas largas y top rojo corre a través del hall hasta llegar a la recepción.
-¿Qué desea? –la voz del recepcionista parece enfadada, pero no le importa. Que lo pague con otra.
-Ya sabe lo que deseo –murmura, aunque en realidad hubiera preferido que fuera un gruñido.
Lentamente, el hombre se levanta de su silla y se acerca al inmenso armario de las llaves. Ella empieza a perder los estribos. Incompetente, machista… Empieza a crear una lista mental que, seguramente, no tendrá fin.
-Trescientos noventa y cinco, trescientos noventa y cinco… -susurra él, tanteando con sus encogidos dedos las distintas tarjetas.
-So imbécil, la tienes delante de ti.
Cree ver salir humo de sus orejas mientras coge la llave y la deposita con fuerza en el mostrador. Se siente. Con ella hay que ser competente y rápido. Sobre todo cuando trata de seguir un plan y ya va tarde. Coge la tarjeta y le guiña un ojo al hombre, que le dedica la peor de sus muecas de desprecio.
Corre, con sus tacones rojos recién comprados, corre. Hace horas que le han empezado a doler los pies y, cuando llega al ascensor, se los quita. Le da al botón, al último botón, y se mira en el espejo mientras la puerta se cierra. Nunca se ha visto tan guapa. Tiene las mejillas rojas por el esfuerzo, se le ve medio sujetador y sus cabellos alocados descansan en su cara como si nada. No hacen falta retoques. Se tirará encima de ella en cuanto la vea aparecer por la puerta.
Y, hablando de puertas, la del ascensor ya se ha abierto.
Sale y mira a izquierda y derecha. ¿Qué numero era? Trescientos, trescientos… noventa y… ¡Cinco! Recuerda una graciosa rima pero se la guarda, para cuando, después de hacer el amor, le cuente todo lo que ha pasado para llegar mínimamente temprano. Oh, sí, cómo desea que llegue ese momento. Y el de antes, y el de después… Todos.
Por fin. 395. Nerviosa, intenta meter la tarjeta en la ranura con delicadeza. A la cuarta vez, lo consigue. Y entonces empuja la puerta, y ésta se abre. Él está en la ventana, como ella en aquel último fin de semana. Sorprendido, se la queda mirando. Con deseo, con lujuria, con alegría, pero, lo más importante. Con amor.
Y de pronto, lo comprende. Su pequeña historia de amor nunca se hará pública. Jamás. Y sonríe.


WLS

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