Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Vampiro repeinado busca chica sedienta de eternidad.

                Me recuerdo queriendo fervientemente escribir. Buscando una historia, un hilo conector para todas aquellas escenas que se sucedían ante mis ojos. Pero las soluciones me parecían incoherentes o predecibles, la brisa de la novedad se había esfumado con el verano. En aquel momento mi imaginación no era más que un corazón cansado, de latido constante, y no ese caballo desbocado que me había empujado tantas veces hacia cuentos inverosímiles. Ya nada quedaba de ese espíritu libre, la ciencia había sentenciado su exilio.
                Me recuerdo también triste; se aproximaba un nuevo año. El tiempo seguía ahogándome con su ritmo infatigable, había vendado mis ojos y ahora sólo se dedicaba a darme vueltas, y vueltas, y vueltas… Hasta perderme. Aún me gustaba refugiarme en el idílico futuro lejano para así evitar tener que enfrentarme al presente inmediato, hacer decisiones que implicaban una fuerza de dioses. Pobre mortal, me contentaba escribiendo en un sábado raro, soñando y soñando con despertar al amparo de la campiña inglesa.
                No quería nada de la vida y lo quería todo, la confusión de la adolescencia me había llegado con dos años de retraso, pero él fue puntual. Él, el vampiro que me visitó aquella tarde, lo recuerdo bien. Salió de mi armario con sigilo, no quería que mi madre, en uno de sus ataques histéricos de entrar sin llamar, lo pescara. Era imposible que un hombre de su altura cupiera en aquella estructura de madera, pero él lo hizo y escapó de ella con elegancia. Era un buen vampiro. Se arregló su gabardina negra, peinó su pelo engominado y encendió un cigarrillo. Yo lo contemplaba, muda e inmóvil, desde la silla de mi escritorio, a escasos metros.
                Fue un momento incómodo, pero sólo para mí. Él estaba relajado. Se paseó con libertad por mi habitación, de vez en cuando se detenía en una de las miles de fotos que poblaban las paredes, incluso soltaba una débil carcajada. Y, de pronto, se acabó la lista de reproducción de música clásica y comenzó la de gritos guturales que tenía para reírme de vez en cuando. Pulsé “pause” rápidamente, pero no lo suficiente. Él siempre fue y será mucho más: más veloz, más atractivo, más observador, más inteligente. Se rió de mí, y ese gesto de superioridad encendió en mí una llama de ira. Estaba harta de callarme cuando la sociedad me señalaba delante de sus amigos, así que, por una vez, respondí.
                -¿De qué coño vas?
                Damas y caballeros del jurado, no, no me aproveché de Lolita, pero disculpen la incoherencia de mis actos en aquel fatídico día. Como ya he mencionado, eran demasiados los factores que nublaban mi entendimiento.
                Él negó con la cabeza, aún sonriendo. Era un vampiro que se relamía como un gato, y se acercó a mí.
                -No te favorecen esas palabras. No me obligues a arrepentirme.
                Iba a replicar, a soltar la retahíla de preguntas impacientes por ver la luz, pero él selló mis labios con su dedo índice, tomó mi mano e inició el baile. Tarareó la melodía de Anna Karenina y respondió con otra risa de superioridad a mis ojos abiertos como platos. Le había cedido el control de mi cuerpo, el diálogo con mi mente se resumía en los gritos de ésta última, que imploraba la detención de aquella escena macabra; todo daba vueltas, y él lo sabía.
                De pronto, estábamos en la terraza. ¿Cómo? ¿Acaso habíamos atravesado el cristal de la ventana corredera? Y, después, el suelo bajo nuestros pies desapareció. El baile acabó, la melodía acabó. Supe entonces que iba a soltarme. Yo no era una Señorita Julia, no quería descender y hundirme en la tierra, sólo quería ser actriz y pasar el resto de mi vida entre bambalinas.
                -No, por favor… -lloré, aunque mis lágrimas no habían tenido tiempo de reaccionar.
                El volvió a sellar mis labios. Me susurró al oído:
                -Prepárate para vivir eternamente.
                Y me soltó. Caí y grité, no sé si en ese orden, pero cuando el dolor de huesos rotos y órganos en estado de pánico superó las barreras del espacio-tiempo, se me agotó, por primera vez, mi infinita paciencia, y me desmayé.

***

                Me recuperé de aquello. Con cicatrices quirúrgicas en cada rincón, pero sobreviví. Maldije a aquel puto vampiro durante años, lo culpé de todas y cada una de las catastróficas desdichas que me acontecieron. Hasta que alguien apareció, alguien me quiso. Le entregué mi saco de penas para que lo llevara por mí durante unos días, me dividí en dos. Una mitad se la entregué a él y la otra, al laboratorio. Estaba allí, contemplando mi reflejo en la ventana, abrazada a mí misma, cuando descubrí el elixir de la juventud.
                Esperaba a que la centrifugación diferencial terminara, pero no me replanteaba mi existencia; la había dado por perdida. Suspiraba, una vez tras otra, veía las gotas estrellarse contra mi otro yo, aquel cisne negro que se reía de mi patetismo, que se arrancaba la piel a tiras sólo para verme sufrir. Tal vez, mi imaginación, aún agónica tras la última estocada recibida por la bioquímica semanas atrás, persistía en la idea de que Darcy aparecería, dejaría una carta de disculpa en la mesa de laboratorio y se marcharía a caballo. Quién sabe, ni siquiera la escuchaba ya.
                La centrifugación terminó, sonó un pitido estridente y dejé al cisne negro practicando canibalismo consigo misma. Abrí el aparato, tomé mi disolución y la filtré. Tiré el precipitado a la basura y, por último, me senté frente al tubo de ensayo. Estaba harta de probar en ratas, quería ser inmortal y lo quería ya. Sólo así podría abandonar mi vida sin mí, aquella obra absurda de la que era protagonista pero sin una sola línea de guión a mi nombre. Sí, lo tenía claro. No, no había dudas. Ya, ya conozco las consecuencias.
                Acerqué mi mano rápidamente al tubo que podría contener la solución universal, pero no lo suficiente. Él siempre fue y será mucho más: más veloz, más atractivo, más observador, más inteligente. Tomó el tubo y negó con la cabeza. Oh, y aquel gesto de superioridad volvió a encender la llama de ira, sólo que ahora era un bosque ardiendo a la luz de las estrellas.
                -¡Maldito hijo de puta! –grité, levantándome del taburete y dando un paso hacia su esbelta figura con la mano preparada para el ataque.
                Pero él la tomó como si fuera otro tubo de ensayo, apretó con fuerza la muñeca y me atrajo con un suave tirón.
                -Pasan los años y siguen sin favorecerte esas palabras. No quiero arrepentirme, Gala…
                Le escupí, y mi saliva fue directa a su mejilla afilada. Él me besó, abrió mi boca con su lengua… Aquello era intolerable. Empleé mi mano libre en intentar abofetearle, pero en vez de eso golpeé el tubo, que cayó al suelo. Una década de trabajo echada a perder, y aquel psicópata chupasangres no dejaba de besarme, tocarme, morderme. Todas mis cicatrices se abrieron como heridas mal cosidas. No sé cuántas células tenía, pero sé a ciencia cierta que todas gritaban “mátalo”. Él se adelantó, sin embargo. Agarró mi cuello con ambas manos, jugó con él a su antojo y me mordió.

                Me convirtió, y ahora sé que lo único que siempre me favoreció fue la eternidad.

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