Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

sábado, 23 de marzo de 2013

1956.


  Ella ha vuelto a dormirse.
  Su cuerpo inerte se balancea con el vaivén de las diminutas olas que golpean la góndola. Su mano descansa con elegancia bajo el agua y, desde mi posición, creo ver su anillo de casada centellear. Esta mañana lleva un abrigo de paño color crema con botones de carey. Un largo abrigo que, para mi satisfacción, deja entrever sus piernas delgadas y pálidas. Sonrío y suspiro, en ese orden.
  La noche aún la envuelve con su manto de tinieblas. Los rayos del alba no han sabido callejear e introducirse en el canal para bañar su piel. Estamos a punto de llegar a nuestro destino, así que la despierto acentuando el balanceo de la góndola. Su brazo se sumerge por completo en el agua y el frío la desvela.
  -¡Buenos días, princesa! –entono, mientras ella refunfuña e intenta secar la manga del abrigo.
  Cinco minutos después vuelve a ser una perfecta Venus de Urbino reposando sobre el sillón color rosa pastel. Entretanto, yo guío la embarcación por los canales más silenciosos de la ciudad e imagino lo que me depara el día. Quizá hoy encuentre al amor de mi vida, quizá ella decida quererme, me digo.
  -¿Piensas en Granada?-le pregunto, la voz entrecortada.
  -A veces-responde, sin ni siquiera meditar.
  Su desgana es la misma que empleó en el “sí, quiero”. No obstante, ahí sigue el anillo, lanzado diminutas llamas desde las profundidades de Venecia.
  -¿Y qué recuerdas?
  Ésta vez recapacita sobre su respuesta. Su cuerpo ha dejado de balancearse y sus puños están cerrados.
  -Mi habitación ardiendo, el aroma a jazmín de las callejuelas. A Federico.
  Maldito poeta, me digo. Introduzco el remo con rabia, la góndola se tambalea de forma brusca y el agua salpica a su abrigo. Ella se percata del accidente, pero no le da importancia. Lo espera. Porque él, aún después de muerto, es el otro dentro de nuestro extraño triángulo amoroso. Y eso me exaspera.
  -¿Y tú? ¿Piensas en Granada?
  La góndola ya se ha detenido. Ahora ella está frente a mí, sobre los escalones que conducen a una puerta verde. La entrada trasera de una diminuta tienda repleta de máscaras artesanales. Ahora ella me mira con sus ojos verdes bien abiertos y una frágil sonrisa dibujada en los labios. Sigue siendo la niña que huyó de la ciudad árabe y cristiana.
  -Siempre-contesto, inclinándome hacia su figura de porcelana.
  Suspira y sonríe, en ese orden, y me regala un beso con sabor a café y mermelada.
  -Te quiero-miente.
  Veo el engaño  en su constante parpadeo, en las manos que retuercen un pañuelo. Ha sido tan sólo un susurro que nadie recordará, ni siquiera yo. Con el tiempo, tal vez lo evoque como una invención propia. Así que retomo mi travesía por los canales de aquella ciudad que me condenó a un amor frustrado, sin esperanza ni gloria.
  Hoy no encontraré al amor de mi vida, hoy ella no se decidirá a quererme.
  Quizá mañana.

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