Su
cuerpo inerte se balancea con el vaivén de las diminutas olas que golpean la
góndola. Su mano descansa con elegancia bajo el agua y, desde mi posición, creo
ver su anillo de casada centellear. Esta mañana lleva un abrigo de paño color
crema con botones de carey. Un largo abrigo que, para mi satisfacción, deja
entrever sus piernas delgadas y pálidas. Sonrío y suspiro, en ese orden.
La
noche aún la envuelve con su manto de tinieblas. Los rayos del alba no han
sabido callejear e introducirse en el canal para bañar su piel. Estamos a punto
de llegar a nuestro destino, así que la despierto acentuando el balanceo de la
góndola. Su brazo se sumerge por completo en el agua y el frío la desvela.
-¡Buenos
días, princesa! –entono, mientras ella refunfuña e intenta secar la manga del
abrigo.
Cinco
minutos después vuelve a ser una perfecta Venus de Urbino reposando sobre el
sillón color rosa pastel. Entretanto, yo guío la embarcación por los canales
más silenciosos de la ciudad e imagino lo que me depara el día. Quizá hoy
encuentre al amor de mi vida, quizá ella decida quererme, me digo.
-¿Piensas
en Granada?-le pregunto, la voz entrecortada.
-A
veces-responde, sin ni siquiera meditar.
Su
desgana es la misma que empleó en el “sí, quiero”. No obstante, ahí sigue el
anillo, lanzado diminutas llamas desde las profundidades de Venecia.
-¿Y qué
recuerdas?
Ésta
vez recapacita sobre su respuesta. Su cuerpo ha dejado de balancearse y sus
puños están cerrados.
-Mi
habitación ardiendo, el aroma a jazmín de las callejuelas. A Federico.
Maldito
poeta, me digo. Introduzco el remo con rabia, la góndola se tambalea de forma
brusca y el agua salpica a su abrigo. Ella se percata del accidente, pero no le
da importancia. Lo espera. Porque él, aún después de muerto, es el otro dentro de nuestro extraño
triángulo amoroso. Y eso me exaspera.
-¿Y tú?
¿Piensas en Granada?
La
góndola ya se ha detenido. Ahora ella está frente a mí, sobre los escalones que
conducen a una puerta verde. La entrada trasera de una diminuta tienda repleta
de máscaras artesanales. Ahora ella me mira con sus ojos verdes bien abiertos y
una frágil sonrisa dibujada en los labios. Sigue siendo la niña que huyó de la
ciudad árabe y cristiana.
-Siempre-contesto,
inclinándome hacia su figura de porcelana.
Suspira
y sonríe, en ese orden, y me regala un beso con sabor a café y mermelada.
-Te
quiero-miente.
Veo el
engaño en su constante parpadeo, en las
manos que retuercen un pañuelo. Ha sido tan sólo un susurro que nadie
recordará, ni siquiera yo. Con el tiempo, tal vez lo evoque como una invención
propia. Así que retomo mi travesía por los canales de aquella ciudad que me
condenó a un amor frustrado, sin esperanza ni gloria.
Hoy no
encontraré al amor de mi vida, hoy ella no se decidirá a quererme.
Quizá
mañana.
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