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El dolor de las heridas de mis pies se había vuelto insoportable. Mis piernas, cansadas y exhaustas, comenzaban a no responder a mi necesidad de huir, pero cuando corres por tu vida, cuando la muerte está detrás de ti, pisándote los talones, no existe el dolor, el cansancio, o la fatiga. De tu velocidad depende tu salvación y ésta no entiende de heridas o tropiezos.
Los altos pinos pasaban por mis ojos como centellas, sin darse estos apenas cuenta. La luz de la luna se adentraba en el bosque como una guía para no tropezar con los desniveles y obstáculos propios del lugar, aunque mis zancadas eran inseguras y precipitadas. Sobre mi respiración fatigada podía escuchar las pisadas de mi persecutor, rápidas, cada vez más aceleradas, sobre la hojarasca anaranjada, que convertían a las mías en el vano intento de un cervatillo por sobrevivir al fiero, hábil y astuto lince. Un cervatillo que, sin darse cuenta, se había quedado sin salida. Sin previo aviso, el aroma húmedo y fresco quedó atrás, inundando mis fosas nasales un aire denso, congelado, propio de la niebla. El bosque había finalizado y largas tablas horizontales de madera carcomida parecían perderse en el horizonte de un lago inmenso, oculto en parte por la bruma. Sin embargo, aquel muelle tenía un fin y el sonido de mis pisadas sobre los listones no tardó en detenerse.
Mi respiración se aceleró y de la palma de mis manos comenzó a brotar un sudor frío que, junto con la humedad del ambiente, dejó mis dedos inutilizables. No podía advertir nada más allá de la niebla que se arremolinaba a mi alrededor, pero conocía aproximadamente las dimensiones de aquel lago de agua salada y sabía perfectamente que, una vez sumergida en él, no duraría más de cinco minutos sin saborear una muerte lenta, fría y opresiva. No obstante, pude haberlo intentado, pero el sonido de sus pisadas sobre la madera detuvo a mi corazón en seco, dando éste un último y doloroso latido en el interior de mi pecho. Su caminar era rítmico, seguro, constante, ligero y se acercaba a mí.
Cuando me quise dar cuenta, sentía el calor de su calmada respiración en mis hombros desnudos e, instintivamente, cerré con fuerza mis ojos bajo la máscara, de la que no había tenido tiempo de desprenderme durante mi escapatoria. Sin más preámbulos, agarró mi brazo con fuerza y me giró violentamente, obligándome a afrontar el horror que suponía contemplar de cerca su inexpresiva mirada, sus níveos ojos. Los míos aún estaban sumidos en la oscuridad, presos del pánico y de la incertidumbre, pero cuando percibí su cálida mano sobre mi pelo no pudieron evitar abrirse, aún más aterrados. Con un gesto rápido deshizo el nudo con el que los extremos de la fina y suave cinta negra sostenían la máscara sobre mi rostro y, soltando mi brazo, agarró con su mano el antifaz.
Fue como si perdiera el alma, como si me quitaran mi esencia, como si alguien, de improvisto, hubiese robado mi vida sin yo sufrir dolor. Sentí cómo mi existencia se iba con aquella enigmática careta, cómo dejaba de contener mi respiración y permitía que ésta se fuera apagando, al igual que los latidos de mi corazón. No fue la esperanza, sino el equilibrio, lo último que perdí aquella noche, cayendo al lago e, instintivamente, fijé mis ojos en mi persecutor, mi asesino, que me contemplaba desde el muelle. Aquel joven moreno, alto, de unos ojos marrones como la tierra, igual de profundos y magnéticos que ella, que me miraban.
Apenados, tristes.
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