La gente comenzaba a amontonarse en la sala, pero aquello no suponía un problema para mí. Mis movimientos eran lentos, gráciles, delicados, como si con cada gesto acariciara el angustioso, opresivo y denso aire, mezcla del humo de tabaco y el sudor evaporado de todas aquellas personas que bailaban y se perdían sin rumbo en aquella última fiesta. Grandes focos en el techo nos iluminaban, dándole a nuestros rostros diferentes tonos, vivos y llamativos, que cambiaban con el ritmo de la música proveniente del lejano escenario. Sin ningún tropiezo, me abría paso entre la multitud, sin detenerme, sintiendo el suelo vibrar bajo la aguja de mis tacones negros.
Pero no era yo aquella sombra pálida, bella, aparentemente quebradiza, cuya mirada se escondía, misteriosa, bajo una máscara. Yo jamás podría moverme como ella, jamás podría hacer lo que ella hacía. Ataviada con la misma cruel y despiadada sonrisa que me había dedicado desde mi reflejo en el espejo, se deslizaba entre las parejas, destrozándolas, quebrándolas, rompiéndolas en pedacitos. Se columpiaba una y otra vez sobre el cuello de ellos, acariciando sus hombros, encajando cada uno de sus movimientos en sus cuerpos, mientras que ellas se detenían en seco, dibujándose en sus labios una extraña mueca. Tras varios segundos de completa confusión, ellas reaccionaban, pero para entonces la grácil y hermosa figura ya había desaparecido, sembrando el caos en la mente y cuerpo de ellos. Y para aquellas que se contoneaban sin pareja, sus dedos se deslizaban por sus vestidos, resquebrajando la tela y la aguja de su tacón, de pronto, sufría un arrebato y se precipitaba sobre el pie de la víctima.
Propagaba la humillación a su paso, la vergüenza, el desconcierto, la más pura anarquía, pero nadie parecía advertirlo. Las parejas destruidas se enzarzaban en una acalorada discusión, sin ninguno de los dos se atreverse a buscar al origen de aquella confusa situación. Ninguna de las chicas semidesnudas tomaban la iniciativa de aferrarse a los restos de su vestido y abrirse paso entre la muchedumbre para encontrar al culpable. Sólo él, el chico alto y moreno que me contemplaba desde la lejanía, parecía darse cuenta del caos que, poco a poco, comenzaba a apoderarse de la sala. Me seguía, a mí y a mis inusuales actos, pero no intervenía en ellos, ni siquiera intentaba impedirlos. Él también guardaba un secreto, un rasgo desconcertante, terrorífico, en el que nadie había reparado. Sus ojos eran completamente blancos, sin iris ni pupila, como un ciego, sólo que él no iba dando bandazos por entre la multitud, sino que se abría paso con la misma habilidad que yo, con sus labios sellados y la inexpresividad en su impoluta mirada. De pronto, lo perdí de vista. Mi rostro dio bandazos de un lado a otro en su busca, pero no aparecía por ningún recoveco.
-¿Quieres bailar?
No necesité volverme para saber quién era el dueño de aquella voz, grave y suave, melodiosa y tranquila, que se elevó por encima de la música. Un nuevo escalofrío vapuleó mi cuerpo y comencé a sentir el terror subir desde los dedos de mis pies hasta la cabeza. De imprevisto, mi mirada se topó con una salida de emergencia y no lo dudé un segundo.
Instintivamente, comencé a correr.
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