Me
recuerdo queriendo fervientemente escribir. Buscando una historia, un hilo
conector para todas aquellas escenas que se sucedían ante mis ojos. Pero las
soluciones me parecían incoherentes o predecibles, la brisa de la novedad se
había esfumado con el verano. En aquel momento mi imaginación no era más que un
corazón cansado, de latido constante, y no ese caballo desbocado que me había
empujado tantas veces hacia cuentos inverosímiles. Ya nada quedaba de ese
espíritu libre, la ciencia había sentenciado su exilio.
Me
recuerdo también triste; se aproximaba un nuevo año. El tiempo seguía
ahogándome con su ritmo infatigable, había vendado mis ojos y ahora sólo se
dedicaba a darme vueltas, y vueltas, y vueltas… Hasta perderme. Aún me gustaba
refugiarme en el idílico futuro lejano para así evitar tener que enfrentarme al
presente inmediato, hacer decisiones que implicaban una fuerza de dioses. Pobre
mortal, me contentaba escribiendo en un sábado raro, soñando y soñando con
despertar al amparo de la campiña inglesa.
No
quería nada de la vida y lo quería todo, la confusión de la adolescencia me
había llegado con dos años de retraso, pero él fue puntual. Él, el vampiro que
me visitó aquella tarde, lo recuerdo bien. Salió de mi armario con sigilo, no
quería que mi madre, en uno de sus ataques histéricos de entrar sin llamar, lo
pescara. Era imposible que un hombre de su altura cupiera en aquella estructura
de madera, pero él lo hizo y escapó de ella con elegancia. Era un buen vampiro.
Se arregló su gabardina negra, peinó su pelo engominado y encendió un
cigarrillo. Yo lo contemplaba, muda e inmóvil, desde la silla de mi escritorio,
a escasos metros.
Fue un
momento incómodo, pero sólo para mí. Él estaba relajado. Se paseó con libertad
por mi habitación, de vez en cuando se detenía en una de las miles de fotos que
poblaban las paredes, incluso soltaba una débil carcajada. Y, de pronto, se acabó
la lista de reproducción de música clásica y comenzó la de gritos guturales que
tenía para reírme de vez en cuando. Pulsé “pause” rápidamente, pero no lo
suficiente. Él siempre fue y será mucho más: más veloz, más atractivo, más
observador, más inteligente. Se rió de mí, y ese gesto de superioridad encendió
en mí una llama de ira. Estaba harta de callarme cuando la sociedad me señalaba
delante de sus amigos, así que, por una vez, respondí.
-¿De
qué coño vas?
Damas y
caballeros del jurado, no, no me aproveché de Lolita, pero disculpen la
incoherencia de mis actos en aquel fatídico día. Como ya he mencionado, eran
demasiados los factores que nublaban mi entendimiento.
Él negó
con la cabeza, aún sonriendo. Era un vampiro que se relamía como un gato, y se
acercó a mí.
-No te
favorecen esas palabras. No me obligues a arrepentirme.
Iba a
replicar, a soltar la retahíla de preguntas impacientes por ver la luz, pero él
selló mis labios con su dedo índice, tomó mi mano e inició el baile. Tarareó la
melodía de Anna Karenina y respondió
con otra risa de superioridad a mis ojos abiertos como platos. Le había cedido
el control de mi cuerpo, el diálogo con mi mente se resumía en los gritos de
ésta última, que imploraba la detención de aquella escena macabra; todo daba
vueltas, y él lo sabía.
De
pronto, estábamos en la terraza. ¿Cómo? ¿Acaso habíamos atravesado el cristal
de la ventana corredera? Y, después, el suelo bajo nuestros pies desapareció.
El baile acabó, la melodía acabó. Supe entonces que iba a soltarme. Yo no era
una Señorita Julia, no quería descender y hundirme en la tierra, sólo quería
ser actriz y pasar el resto de mi vida entre bambalinas.
-No,
por favor… -lloré, aunque mis lágrimas no habían tenido tiempo de reaccionar.
El
volvió a sellar mis labios. Me susurró al oído:
-Prepárate
para vivir eternamente.
Y me
soltó. Caí y grité, no sé si en ese orden, pero cuando el dolor de huesos rotos
y órganos en estado de pánico superó las barreras del espacio-tiempo, se me
agotó, por primera vez, mi infinita paciencia, y me desmayé.
***
Me
recuperé de aquello. Con cicatrices quirúrgicas en cada rincón, pero sobreviví.
Maldije a aquel puto vampiro durante años, lo culpé de todas y cada una de las
catastróficas desdichas que me acontecieron. Hasta que alguien apareció,
alguien me quiso. Le entregué mi saco de penas para que lo llevara por mí
durante unos días, me dividí en dos. Una mitad se la entregué a él y la otra,
al laboratorio. Estaba allí, contemplando mi reflejo en la ventana, abrazada a
mí misma, cuando descubrí el elixir de la juventud.
Esperaba
a que la centrifugación diferencial terminara, pero no me replanteaba mi existencia;
la había dado por perdida. Suspiraba, una vez tras otra, veía las gotas
estrellarse contra mi otro yo, aquel cisne negro que se reía de mi patetismo,
que se arrancaba la piel a tiras sólo para verme sufrir. Tal vez, mi
imaginación, aún agónica tras la última estocada recibida por la bioquímica
semanas atrás, persistía en la idea de que Darcy aparecería, dejaría una carta
de disculpa en la mesa de laboratorio y se marcharía a caballo. Quién sabe, ni
siquiera la escuchaba ya.
La
centrifugación terminó, sonó un pitido estridente y dejé al cisne negro
practicando canibalismo consigo misma. Abrí el aparato, tomé mi disolución y la
filtré. Tiré el precipitado a la basura y, por último, me senté frente al tubo
de ensayo. Estaba harta de probar en ratas, quería ser inmortal y lo quería ya.
Sólo así podría abandonar mi vida sin mí, aquella obra absurda de la que era
protagonista pero sin una sola línea de guión a mi nombre. Sí, lo tenía claro.
No, no había dudas. Ya, ya conozco las consecuencias.
Acerqué
mi mano rápidamente al tubo que podría contener la solución universal, pero no
lo suficiente. Él siempre fue y será mucho más: más veloz, más atractivo, más
observador, más inteligente. Tomó el tubo y negó con la cabeza. Oh, y aquel
gesto de superioridad volvió a encender la llama de ira, sólo que ahora era un bosque
ardiendo a la luz de las estrellas.
-¡Maldito
hijo de puta! –grité, levantándome del taburete y dando un paso hacia su
esbelta figura con la mano preparada para el ataque.
Pero él
la tomó como si fuera otro tubo de ensayo, apretó con fuerza la muñeca y me
atrajo con un suave tirón.
-Pasan
los años y siguen sin favorecerte esas palabras. No quiero arrepentirme, Gala…
Le
escupí, y mi saliva fue directa a su mejilla afilada. Él me besó, abrió mi boca
con su lengua… Aquello era intolerable. Empleé mi mano libre en intentar
abofetearle, pero en vez de eso golpeé el tubo, que cayó al suelo. Una década
de trabajo echada a perder, y aquel psicópata chupasangres no dejaba de
besarme, tocarme, morderme. Todas mis cicatrices se abrieron como heridas mal
cosidas. No sé cuántas células tenía, pero sé a ciencia cierta que todas
gritaban “mátalo”. Él se adelantó, sin embargo. Agarró mi cuello con ambas
manos, jugó con él a su antojo y me mordió.
Me convirtió,
y ahora sé que lo único que siempre me favoreció fue la eternidad.