Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

miércoles, 8 de febrero de 2012

¿Mercedes?

De nuevo, París.

-Pero ya no recuerdo su nombre, ¿puede creerlo? Lo más importante, y lo olvido.

No dije nada porque él estaba casado y yo también. Callé, porque no tiene sentido intentar encender una cerilla bajo el mar. Sin embargo, él esperó, en vano, una contestación.

De pronto, miré más allá de su expresión y vi a su representante, aquel hombre pequeño y nervioso, agitar sus brazos a lo lejos. “¡Isaac! ¡Isaac!”, gritaba. Él no pareció percatarse de que reclamaban su presencia, así que le advertí:

-Tienes que irte.

En un primer instante, mis palabras parecieron aturdirlo. Su cuerpo se tensó bajo el traje, los labios entreabiertos. Creí que su reacción a mi observación jamás llegaría y me asusté. Indagué en el interior de sus ojos en busca de aquello que temía, pero sólo encontré un muro blanco que me obligó a retroceder. Pese a todo, Isaac Vargas no me había reconocido.

Medio minuto más tarde, el movimiento de sus párpados regresó y, con él, su reacción.

-Sí, claro –murmuró, llevándose una mano a la nuca.

Le entregué mi sonrisa más cortés y contemplé cómo desaparecía bajo el alboroto. Respiré hondo y cerré los ojos. No quería ver marchar al hombre de mi vida, o quizá sólo fuera el cansancio de una noche en vela. Rehíce mis pasos hacia la vida que me esperaba una vez cruzado el puente y, de pronto, una batalla entre las nubes que pocos recordarían dio comienzo. Pero la lluvia despiadada que predije al alba no fue suficiente. Su voz llegó y sonó en mi mente, alta y clara, como el golpe final de un gong.

-¿Mercedes?

lunes, 6 de febrero de 2012

Él, Apolo.

Granada, treinta y un años antes.

No ha dormido esta noche, pero no está cansada. Camina decidida por Gran Vía con un vaso de plástico lleno de café en la mano. Aún no hay vida en las calles, nadie que pueda contemplar su sonrisa. Con cada sorbo, se sumerge en el cálido mar que fue la noche anterior. Recuerda la sucesión de luces, melodías y alcohol. Evoca la fiereza e intensidad de la ciudad bajo el embrujo de la luna. Sin embargo, más allá de todas las banalidades que suponen una noche en vela, está él.

Él, Apolo. Dios de la belleza que descendió del cielo para bailar un tango con ella. Por más que se esfuerza, es incapaz de reconstruir el camino que la guió hasta él. Sólo ve imágenes fugaces e incoherentes, producto de la bebida. Un pasado borroso que, conforme pasan los minutos en la historia, va cobrando nitidez. Pues no recuerda el principio, pero sí el final, como acostumbra a hacer.

Ambos atravesaron el umbral de su apartamento minutos antes de que los primeros rayos despuntaran en el horizonte. Hicieron el amor sobre el parqué y, más tarde, él se durmió. Luego llegó un amanecer de domingo, que la descubrió con los ojos abiertos de par en par y con una delgada curva sobre los labios. Se vistió en silencio y salió a la calle.

Y ahora se encuentra en las mismas escaleras que subió borracha de la mano de él. Acaricia la barandilla y siente, bajo la madera, el tacto de su piel. Al llegar al rellano, respira hondo, llevándose consigo el aroma a vainilla que escapa de detrás de la puerta. Él ya no está desnudo sobre el suelo. Se ha trasladado a la cama, donde duerme bocabajo. Ella se detiene a su lado y acerca la mano a su espalda, aunque jamás llega a tocarla. Se detiene con los labios entreabiertos, las palabras a punto de nacer.

¿Debe irse de su apartamento? La respuesta a la pregunta, que pareció tan evidente una vez probó el primer sorbo de café, ahora se ha desvanecido. No queda ni un sí, ni un no. Simplemente no hay nada. Su mente son sábanas blancas, como las que ocultan su cuerpo. Y así continúa, una vez se sienta al pie de la cama. Pasan horas, quizá minutos y él despierta. Se despereza y emite gruñidos que le recuerdan a su padre cuando caminaba por la casa, aún adormilado, en las mañanas de fin de semana.

Cuando ella habla, lo hace sin convicción. Una voz débil, que no puede evitar dudar:

-Tienes que irte.

Él se ha sentado a su lado, pero no se atreve a mirarlo. Hacerlo sería derrumbar el Muro de Berlín y permitir que el beso prohibido escapara.

-¿Quieres casarte conmigo? –pregunta él, en apenas un susurro.

-¡¿Qué?!

Se vuelve de inmediato, en busca de los pensamientos que pasan por la cabeza de ese loco de amor. Ve su sonrisa, sus ojos ingenuos y siente su pregunta grabarse, una vez más, sobre la piel, a fuego lento.

-¿Quieres casarte conmigo?

La pregunta que toda mujer, sin excepción, espera. Y quizá es él, el hombre con el que toda mujer sueña. Sin embargo, ella tan sólo tiene veinte años y jamás había compartido su apartamento con un desconocido. No comprende el verdadero amor, por lo que se defiende con su mejor arma: su carácter.

-¡No! ¡Claro que no!

Se levanta y recuerda sus primeras palabras, su decisión. Él tiene que irse. No hay por qué demorarlo más. Pero él la detiene antes de que las ideas se cristalicen en su mente.

-¿Por qué no? –pregunta, tomándola de la cintura, como si bailaran tango.

La respiración de ella se paraliza. La de él se vuelve aún más perseverante, igual que sus palabras. Ella lo mira a los ojos y su belleza la abruma. Cierra los suyos y, de la oscuridad, toma la fuerza necesaria para pronunciar la mentira que los acompañará a ambos a lo largo de sus vidas:

-No podría casarme con cualquiera.

Él se molesta y lo expresa con un gruñido. Se aleja de ella, huye con el calor y se viste. Ella lo espera en el centro del apartamento, de pie, aún con los ojos cerrados. Al regresar, él se despide con un beso sobre el párpado, como en una película francesa.

***

Cuando la textura de sus labios desapareció de la piel de ella, él cerró la puerta y no volvió nunca más. Ella quiso guardarla, la textura, pero duró un par de segundos. Luego, sólo quedó el deseo de volver a recuperarla.

domingo, 5 de febrero de 2012

Vainilla.


París.

Nubes de aspecto pesado, finos rayos de luz interrumpidos. El cielo anunciaba una lluvia que no tendría piedad y ni siquiera el alba hizo acopio de valor contra ella. Lo sé porque lo vi. Sobre el Sena, en el puente de Alejandro III. El albor del primer jueves de Enero fue fugaz y grisáceo, casi imperceptible. Fue hermoso, y me sentí celosa. En silencio, me pregunté quién sería el afortunado. La persona a la que los dioses le habrían otorgado la belleza eterna del cielo.

Quién iba a saber que la respuesta vendría envuelta en tan dulce nombre.

***

Isaac Vargas tenía cincuenta y un años cuando la revista para la que yo trabajaba me ofreció entrevistarlo, aunque nadie lo diría. Era un Dorian Gray sin pasado, patria o bandera cuya piel se negaba a envejecer. Su belleza aún abrumaba, incluso tras la pantalla.

Y fue a través de ella que contemplé la historia de dos enamorados. Ambos vestían de negro y corrían, el uno en busca del otro, sobre un puente. Una vez en el centro de la estructura, se miraban. Ella era la única a la que la cámara filmaba y sonreía con melancolía. Antes de que las lágrimas pudieran escapar del plano de lo imposible, se abrazaban y ella las escondía sobre el traje de él. Entonces la imagen desaparecía de la pantalla y los dos amantes se perdían tras el telón de oscuridad.

Un instante después, la única lágrima que derramé se secó sobre mi mejilla y aquel abrazo quedó para siempre grabado, con sabor a sal, bajo mi piel. Había sido testigo del rodaje de la última escena de un anuncio cuyo producto revolucionaría el mundo de los aromas.

El nuevo perfume de Trésor.

Me hallaba rodeada de pantallas que mostraban la misma imagen desde distintos puntos de vista y con diferentes colores. Era el lugar en el que debía esperarlo. Era el lugar al que miró cuando, una vez las cámaras dejaron de filmar, su representante le señaló mi posición. Entonces él volvió a dirigirse a su compañera, la mujer de negro, para despedirse.

La besó en la mano, pero no en el párpado.

-La señorita Martín, de la revista Glamour –anunció su agente, una vez ambos llegaron hasta mí.

-Un placer –susurró él, a la vez que tomaba mi mano y la besaba.

Una vez más, quise que la textura de sus labios en mi piel fuera para siempre, pero duró un par de segundos. Luego, sólo quedó el deseo de volver a recuperarla. Pese a todo, le dediqué mi mejor sonrisa, aunque él apenas se percató. Me miró con extrañeza y el ceño fruncido, como si un detalle no encajara.

-Huele usted a vainilla –reconoció, no de forma negativa.

Sin embargo, ésta vez fui yo la que no pude evitar el asombro. Tal fue mi expresión, que él tuvo que excusarse por su atrevimiento:

-No se asuste. Verá, es que tengo buen olfato para detectar ese aroma.

-¿Y eso?

Ambos se miraron, actor y representante. Éste último había quedado sorprendido, más incluso que nosotros, con el giro imprevisto que había tomado la conversación. Isaac, en cambio, buscó en el semblante de su compañero permiso para continuar con ella.

-¿Forma parte la pregunta de la entrevista? –preguntó, una vez obtuvo la aprobación de la mano de un asentimiento.

Elevé mis manos, alzando la bandera blanca y señalando la ausencia de grabadora. Él introdujo sus manos en los bolsillos y desvió la mirada hacia el Sena. Su mánager, ante tal gesto, decidió dejarnos solos. Él, tan bien como yo, sabía que su protegido se encontraba en el límite del acantilado, preparado para saltar y sumergirse en las turbias aguas del pasado.

***

Sin duda, sería una historia épica, propia de los dioses del Olimpo. Un cuento que ya había oído demasiadas veces.

-Una vez conocí a una chica que olía a vainilla. Le gustaban las películas de amor y jamás se casaría con cualquiera.