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Granada, treinta y un años antes.
No ha dormido esta noche, pero no está cansada. Camina decidida por Gran Vía con un vaso de plástico lleno de café en la mano. Aún no hay vida en las calles, nadie que pueda contemplar su sonrisa. Con cada sorbo, se sumerge en el cálido mar que fue la noche anterior. Recuerda la sucesión de luces, melodías y alcohol. Evoca la fiereza e intensidad de la ciudad bajo el embrujo de la luna. Sin embargo, más allá de todas las banalidades que suponen una noche en vela, está él.
Él, Apolo. Dios de la belleza que descendió del cielo para bailar un tango con ella. Por más que se esfuerza, es incapaz de reconstruir el camino que la guió hasta él. Sólo ve imágenes fugaces e incoherentes, producto de la bebida. Un pasado borroso que, conforme pasan los minutos en la historia, va cobrando nitidez. Pues no recuerda el principio, pero sí el final, como acostumbra a hacer.
Ambos atravesaron el umbral de su apartamento minutos antes de que los primeros rayos despuntaran en el horizonte. Hicieron el amor sobre el parqué y, más tarde, él se durmió. Luego llegó un amanecer de domingo, que la descubrió con los ojos abiertos de par en par y con una delgada curva sobre los labios. Se vistió en silencio y salió a la calle.
Y ahora se encuentra en las mismas escaleras que subió borracha de la mano de él. Acaricia la barandilla y siente, bajo la madera, el tacto de su piel. Al llegar al rellano, respira hondo, llevándose consigo el aroma a vainilla que escapa de detrás de la puerta. Él ya no está desnudo sobre el suelo. Se ha trasladado a la cama, donde duerme bocabajo. Ella se detiene a su lado y acerca la mano a su espalda, aunque jamás llega a tocarla. Se detiene con los labios entreabiertos, las palabras a punto de nacer.
¿Debe irse de su apartamento? La respuesta a la pregunta, que pareció tan evidente una vez probó el primer sorbo de café, ahora se ha desvanecido. No queda ni un sí, ni un no. Simplemente no hay nada. Su mente son sábanas blancas, como las que ocultan su cuerpo. Y así continúa, una vez se sienta al pie de la cama. Pasan horas, quizá minutos y él despierta. Se despereza y emite gruñidos que le recuerdan a su padre cuando caminaba por la casa, aún adormilado, en las mañanas de fin de semana.
Cuando ella habla, lo hace sin convicción. Una voz débil, que no puede evitar dudar:
-Tienes que irte.
Él se ha sentado a su lado, pero no se atreve a mirarlo. Hacerlo sería derrumbar el Muro de Berlín y permitir que el beso prohibido escapara.
-¿Quieres casarte conmigo? –pregunta él, en apenas un susurro.
-¡¿Qué?!
Se vuelve de inmediato, en busca de los pensamientos que pasan por la cabeza de ese loco de amor. Ve su sonrisa, sus ojos ingenuos y siente su pregunta grabarse, una vez más, sobre la piel, a fuego lento.
-¿Quieres casarte conmigo?
La pregunta que toda mujer, sin excepción, espera. Y quizá es él, el hombre con el que toda mujer sueña. Sin embargo, ella tan sólo tiene veinte años y jamás había compartido su apartamento con un desconocido. No comprende el verdadero amor, por lo que se defiende con su mejor arma: su carácter.
-¡No! ¡Claro que no!
Se levanta y recuerda sus primeras palabras, su decisión. Él tiene que irse. No hay por qué demorarlo más. Pero él la detiene antes de que las ideas se cristalicen en su mente.
-¿Por qué no? –pregunta, tomándola de la cintura, como si bailaran tango.
La respiración de ella se paraliza. La de él se vuelve aún más perseverante, igual que sus palabras. Ella lo mira a los ojos y su belleza la abruma. Cierra los suyos y, de la oscuridad, toma la fuerza necesaria para pronunciar la mentira que los acompañará a ambos a lo largo de sus vidas:
-No podría casarme con cualquiera.
Él se molesta y lo expresa con un gruñido. Se aleja de ella, huye con el calor y se viste. Ella lo espera en el centro del apartamento, de pie, aún con los ojos cerrados. Al regresar, él se despide con un beso sobre el párpado, como en una película francesa.
***
Cuando la textura de sus labios desapareció de la piel de ella, él cerró la puerta y no volvió nunca más. Ella quiso guardarla, la textura, pero duró un par de segundos. Luego, sólo quedó el deseo de volver a recuperarla.