Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Death.

El dolor de las heridas de mis pies se había vuelto insoportable. Mis piernas, cansadas y exhaustas, comenzaban a no responder a mi necesidad de huir, pero cuando corres por tu vida, cuando la muerte está detrás de ti, pisándote los talones, no existe el dolor, el cansancio, o la fatiga. De tu velocidad depende tu salvación y ésta no entiende de heridas o tropiezos.

Los altos pinos pasaban por mis ojos como centellas, sin darse estos apenas cuenta. La luz de la luna se adentraba en el bosque como una guía para no tropezar con los desniveles y obstáculos propios del lugar, aunque mis zancadas eran inseguras y precipitadas. Sobre mi respiración fatigada podía escuchar las pisadas de mi persecutor, rápidas, cada vez más aceleradas, sobre la hojarasca anaranjada, que convertían a las mías en el vano intento de un cervatillo por sobrevivir al fiero, hábil y astuto lince. Un cervatillo que, sin darse cuenta, se había quedado sin salida. Sin previo aviso, el aroma húmedo y fresco quedó atrás, inundando mis fosas nasales un aire denso, congelado, propio de la niebla. El bosque había finalizado y largas tablas horizontales de madera carcomida parecían perderse en el horizonte de un lago inmenso, oculto en parte por la bruma. Sin embargo, aquel muelle tenía un fin y el sonido de mis pisadas sobre los listones no tardó en detenerse.

Mi respiración se aceleró y de la palma de mis manos comenzó a brotar un sudor frío que, junto con la humedad del ambiente, dejó mis dedos inutilizables. No podía advertir nada más allá de la niebla que se arremolinaba a mi alrededor, pero conocía aproximadamente las dimensiones de aquel lago de agua salada y sabía perfectamente que, una vez sumergida en él, no duraría más de cinco minutos sin saborear una muerte lenta, fría y opresiva. No obstante, pude haberlo intentado, pero el sonido de sus pisadas sobre la madera detuvo a mi corazón en seco, dando éste un último y doloroso latido en el interior de mi pecho. Su caminar era rítmico, seguro, constante, ligero y se acercaba a mí.

Cuando me quise dar cuenta, sentía el calor de su calmada respiración en mis hombros desnudos e, instintivamente, cerré con fuerza mis ojos bajo la máscara, de la que no había tenido tiempo de desprenderme durante mi escapatoria. Sin más preámbulos, agarró mi brazo con fuerza y me giró violentamente, obligándome a afrontar el horror que suponía contemplar de cerca su inexpresiva mirada, sus níveos ojos. Los míos aún estaban sumidos en la oscuridad, presos del pánico y de la incertidumbre, pero cuando percibí su cálida mano sobre mi pelo no pudieron evitar abrirse, aún más aterrados. Con un gesto rápido deshizo el nudo con el que los extremos de la fina y suave cinta negra sostenían la máscara sobre mi rostro y, soltando mi brazo, agarró con su mano el antifaz.

Fue como si perdiera el alma, como si me quitaran mi esencia, como si alguien, de improvisto, hubiese robado mi vida sin yo sufrir dolor. Sentí cómo mi existencia se iba con aquella enigmática careta, cómo dejaba de contener mi respiración y permitía que ésta se fuera apagando, al igual que los latidos de mi corazón. No fue la esperanza, sino el equilibrio, lo último que perdí aquella noche, cayendo al lago e, instintivamente, fijé mis ojos en mi persecutor, mi asesino, que me contemplaba desde el muelle. Aquel joven moreno, alto, de unos ojos marrones como la tierra, igual de profundos y magnéticos que ella, que me miraban.

Apenados, tristes.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Life.

La gente comenzaba a amontonarse en la sala, pero aquello no suponía un problema para mí. Mis movimientos eran lentos, gráciles, delicados, como si con cada gesto acariciara el angustioso, opresivo y denso aire, mezcla del humo de tabaco y el sudor evaporado de todas aquellas personas que bailaban y se perdían sin rumbo en aquella última fiesta. Grandes focos en el techo nos iluminaban, dándole a nuestros rostros diferentes tonos, vivos y llamativos, que cambiaban con el ritmo de la música proveniente del lejano escenario. Sin ningún tropiezo, me abría paso entre la multitud, sin detenerme, sintiendo el suelo vibrar bajo la aguja de mis tacones negros.

Pero no era yo aquella sombra pálida, bella, aparentemente quebradiza, cuya mirada se escondía, misteriosa, bajo una máscara. Yo jamás podría moverme como ella, jamás podría hacer lo que ella hacía. Ataviada con la misma cruel y despiadada sonrisa que me había dedicado desde mi reflejo en el espejo, se deslizaba entre las parejas, destrozándolas, quebrándolas, rompiéndolas en pedacitos. Se columpiaba una y otra vez sobre el cuello de ellos, acariciando sus hombros, encajando cada uno de sus movimientos en sus cuerpos, mientras que ellas se detenían en seco, dibujándose en sus labios una extraña mueca. Tras varios segundos de completa confusión, ellas reaccionaban, pero para entonces la grácil y hermosa figura ya había desaparecido, sembrando el caos en la mente y cuerpo de ellos. Y para aquellas que se contoneaban sin pareja, sus dedos se deslizaban por sus vestidos, resquebrajando la tela y la aguja de su tacón, de pronto, sufría un arrebato y se precipitaba sobre el pie de la víctima.

Propagaba la humillación a su paso, la vergüenza, el desconcierto, la más pura anarquía, pero nadie parecía advertirlo. Las parejas destruidas se enzarzaban en una acalorada discusión, sin ninguno de los dos se atreverse a buscar al origen de aquella confusa situación. Ninguna de las chicas semidesnudas tomaban la iniciativa de aferrarse a los restos de su vestido y abrirse paso entre la muchedumbre para encontrar al culpable. Sólo él, el chico alto y moreno que me contemplaba desde la lejanía, parecía darse cuenta del caos que, poco a poco, comenzaba a apoderarse de la sala. Me seguía, a mí y a mis inusuales actos, pero no intervenía en ellos, ni siquiera intentaba impedirlos. Él también guardaba un secreto, un rasgo desconcertante, terrorífico, en el que nadie había reparado. Sus ojos eran completamente blancos, sin iris ni pupila, como un ciego, sólo que él no iba dando bandazos por entre la multitud, sino que se abría paso con la misma habilidad que yo, con sus labios sellados y la inexpresividad en su impoluta mirada. De pronto, lo perdí de vista. Mi rostro dio bandazos de un lado a otro en su busca, pero no aparecía por ningún recoveco.

-¿Quieres bailar?

No necesité volverme para saber quién era el dueño de aquella voz, grave y suave, melodiosa y tranquila, que se elevó por encima de la música. Un nuevo escalofrío vapuleó mi cuerpo y comencé a sentir el terror subir desde los dedos de mis pies hasta la cabeza. De imprevisto, mi mirada se topó con una salida de emergencia y no lo dudé un segundo.

Instintivamente, comencé a correr.

domingo, 30 de octubre de 2011

Birth.

Nunca supe por qué, pero la ventana, aquella noche, estaba abierta.

Sorprendida, me acerqué a ella y, tras un breve pulso contra el viento, que insistía en introducirse en la habitación color crema y destrozar a su paso el impecable orden, logré cerrarla. Todo quedó en calma, el silencio inundó la estancia y sólo me quedó como acompañante un lejano repiqueteo de tacones, ligero y precipitado. Fuera, los árboles se agitaban desesperados a causa del viento, perdiendo las pocas hojas que, tras el frío invierno, habían logrado sobrevivir. A lo lejos, el último rastro rosado del sol al desaparecer se consumía ante el implacable azul, que avanzaba sin ningún reparo y cubría con grandes nubes el cielo. Sin duda, se avecinaba una tormenta.

Rehíce mis pasos hacia el pequeño tocador situado a la izquierda de la puerta y tomé asiento sobre el cojín blanco del pequeño taburete plateado. Frente a mí se hallaba el majestuoso espejo con alargadas rosas dibujadas a los extremos desde el que mi otro yo me contemplaba, inquisitivo. Tentada, me acerqué hacia la figura maqueada y cubierta por un vestido rosa con pequeños detalles de encaje negro, y extendí mi mano hacia ella, que imitó el mismo movimiento. Poco a poco, nos fuimos aproximando la una a la otra, sin en ningún momento dejar de observarnos hasta que, a dos milímetros de unirse nuestros dedos por el frío cristal, ella desvió su mirada. Fue un gesto rápido, casi imperceptible, como un reflejo, pero suficiente para hacerme retroceder y volver a adoptar la postura del comienzo, sentada sobre el cojín blanco del pequeño taburete plateado, aún contemplando a mi otro yo. Reparé entonces en la dirección que, supuestamente, habían tomado sus ojos verdes durante milésimas de segundo, y la seguí. De un cajón del tocador situado a la derecha, sobresalía una cinta fina negra y no pude evitar abrirlo para contemplar su interior. Dentro, sólo se escondía una máscara de baile, del mismo tono rosado que mi vestido, con los mismos curiosos detalles de encaje negro, así que la cogí y, sin dudarlo, la acerqué a mi rostro, preparada para anudar los extremos de ambas cintas en la nuca. Sin embargo, me detuve.

Una horrible imagen impactó contra mis ojos en el momento en el que la tela de la máscara entró en contacto con mi piel. Era mi otro yo, la joven que me contemplaba desde el espejo, cuyas pupilas se habían tornado completamente negras. De rodillas sobre el tocador, con todos los cosméticos derramados sobre la blanca madera, me sonreía cruelmente, con ambas manos moviéndose lentamente sobre el cristal y, tras ella, negros cuervos volaban agitados, gritando y perdiendo sus plumas al sacudir sus alas violentamente. Asustada, aparté la máscara unos centímetros para poder comprobar que el reflejo en el espejo seguía siendo el de una joven con la respiración nerviosa y la incertidumbre inyectada en su mirada. Así que tomé aire, en un intento de tranquilizar los frenéticos latidos de mi corazón, y volví a acercar la máscara a mi rostro. Esta vez, nada en el espejo me perturbó y logré entrelazar los extremos de la suave cinta, pero al volver mis manos a reposar sobre mi regazo, un frío glacial invadió mi cuerpo, cada uno de mis nervios, agarrotó mis músculos y erizó mi piel. Con la respiración aún entrecortada, volví la vista hacia atrás, y no pude creer lo que vi.

La ventana estaba abierta.



WLS