Alguna
vez he oído decir que cuando te persigue la Muerte eres capaz de correr kilómetros
y kilómetros sin desfallecer. Es el instinto de supervivencia; y ese instinto
nunca se agota.
Alguna
vez he oído decir, que cuando te persigue la Muerte pocas posibilidades tienes
de escapar. El instinto de supervivencia es… Eso. Sólo un instinto.
He oído
decir muchas cosas, pero ninguna comparable a la desesperación, la angustia, la
ansiedad de ser perseguida por la Muerte.
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La
arena es dorada y suave, está amaneciendo, la bruma danza junto a las olas.
Escucho su ir y venir constante, mientras me evado del cansancio analizando
cada detalle del acantilado que se alza frente a mí. Su color blanquecino es
prueba de la erosión, de los innumerables golpes que, como yo, ha sufrido a
manos del mar. Ahora éste parece estar en calma, y sólo responde con débiles
arañazos al sollozo de la piedra. Apenas hay salientes, y culmina en el verde
escocés. Más allá, hay una casita blanca, el refugio de dos amantes espiados,
con un tejado de pizarra. Me imagino viviendo en ella, siendo presa de la
locura y lanzándome una noche de tempestad al vacío.
Hace ya
tiempo que sucumbo a ensoñaciones melancólicas.
Llego al
pie del acantilado, toco la roca humedecida y retomo la carrera. De pronto, siento
que mi corazón se acelera, hasta el punto de que cada latido duele. Miro
instintivamente hacia atrás y, como es de esperar, no hay nadie que en su sano
juicio se aventure a correr a las cinco de la mañana. Sin embargo, no puedo
suavizar el ritmo, la voz grave que antaño intentó guiarme hacia lo mejor, a la
que tanto amé, ha despertado de un profundo sueño y me insta a seguir. Miro
hacia atrás de nuevo, en vano, mientras que la ansiedad se acrecienta sin
razón.
Ah, mi
razón. Ese pobre duende que se ha perdido en un bosque de bruma. Aún se sigue
preguntando qué es lo que ocurre, quién nos persigue, por qué no paramos. Poco
a poco, sus demandas de oxígeno cesan, hasta que me encuentro en blanco,
abandonada al instinto… de supervivencia. De mis ojos manan ya las lágrimas y
mi cuerpo, aunque sufre, persiste en su deseo de llegar al otro extremo de la
playa. Sólo allí estaré a salvo del mal que habita bajo la arena.
La
ansiedad da paso a la desesperación y grito, pido auxilio, pero una vez más no
hay nadie. Cierro los ojos, los violines de la Llamada comienzan a entonar su
desgarradora melodía, y entonces ocurre.
Siento
una mano que se aferra a mi tobillo y me hace caer. Ya en la arena, sollozo,
tiemblo a causa del miedo, pero intento avanzar. Mis piernas, después del
brutal esfuerzo, no responden, sólo mis brazos me permiten arrastrarme como el triste
ser en el que me he convertido. La mano regresa, junto a otra, y recorren mi
espalda con vehemencia, hasta llegar al cuello. Ahí, al igual que a un
pajarillo, intentan quebrarme. Grito, pero los dedos oprimen mis cuerdas
vocales. Me retuerzo, pero ahora es un cuerpo el que me retiene. Con mis
propias manos, encuentro las suyas e intento apartarlas, pero las fuerzas… Ya
no quedan fuerzas… Ya no…
Justo
antes de morir, escucho su respiración serena en mi oído. Sus labios acarician
mi mejilla, al tiempo que los violines, cesan.
Despierto
boca arriba, con la enésima caricia del mar. Me incorporo y miro al Sol, que
bosteza. Como siguiendo un camino de migajas de pan, regreso a casa, apago el
despertador de las siete y abro las cortinas.
He
vuelto a la vida, pero sería una estupidez pensar que no estoy muerta.
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