Concéntrate en un jarrón blanco; enteramente blanco. Pero no tiene flores, debes buscarlas.
La pieza de porcelana descansa inerte sobre la blanca repisa de un blanco ventanal que da al jardín. Está amaneciendo, y la luz pura es aún incapaz de atravesar la niebla. Sólo alcanzas a ver un prado cubierto de escarcha, pero sabes que más allá hay un bosque. Así que abres el ventanal (empujando la mitad inferior hacia arriba) y, con cuidado de no tirar el jarrón, sales fuera.
El frío es lo primero que te golpea. Después, el olor a tierra mojada. Sufres, pero te gusta. Sonríes incluso, porque finalmente te sabes en casa. Te recoges la falda del vestido azul y corres ladera abajo. Te internas en el bosque, dejas atrás lo conocido, y no te detienes. En el suelo, vislumbras alguna que otra hoja caída: el verano se acaba.
Pasa el tiempo y empiezas a ralentizar el ritmo, tu corazón te advierte del cansancio. Ahora te entretienes recogiendo flores: lilas, amapolas, duraznos... E incluso unas exóticas flores azules. Todas ellas de tallo largo, para que asomen y llenen el jarrón de luz y color.
Cansada, pero satisfecha con el ramo silvestre, te sientas en una roca a la vera del arroyo. Contemplas los pétalos y te preguntas si tu belleza perecerá con la de ellos o es más bien inmortal como la del cielo. Sin obtener respuesta, vuelves la vista hacia el prado del que viniste, y te sorprende no encontrarlo, ni siquiera vislumbrarlo entre los troncos de los árboles. Estás lejos de casa, magullada por las ramas y sucia, pero te sientes en paz. Sin embargo, entre cuatro paredes, enfrentada a la belleza etérea del jarrón, te sabes inquieta. Te preguntas, entonces:
¿Por qué volver?