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Nunca supe por qué, pero la ventana, aquella noche, estaba abierta.
Sorprendida, me acerqué a ella y, tras un breve pulso contra el viento, que insistía en introducirse en la habitación color crema y destrozar a su paso el impecable orden, logré cerrarla. Todo quedó en calma, el silencio inundó la estancia y sólo me quedó como acompañante un lejano repiqueteo de tacones, ligero y precipitado. Fuera, los árboles se agitaban desesperados a causa del viento, perdiendo las pocas hojas que, tras el frío invierno, habían logrado sobrevivir. A lo lejos, el último rastro rosado del sol al desaparecer se consumía ante el implacable azul, que avanzaba sin ningún reparo y cubría con grandes nubes el cielo. Sin duda, se avecinaba una tormenta.
Rehíce mis pasos hacia el pequeño tocador situado a la izquierda de la puerta y tomé asiento sobre el cojín blanco del pequeño taburete plateado. Frente a mí se hallaba el majestuoso espejo con alargadas rosas dibujadas a los extremos desde el que mi otro yo me contemplaba, inquisitivo. Tentada, me acerqué hacia la figura maqueada y cubierta por un vestido rosa con pequeños detalles de encaje negro, y extendí mi mano hacia ella, que imitó el mismo movimiento. Poco a poco, nos fuimos aproximando la una a la otra, sin en ningún momento dejar de observarnos hasta que, a dos milímetros de unirse nuestros dedos por el frío cristal, ella desvió su mirada. Fue un gesto rápido, casi imperceptible, como un reflejo, pero suficiente para hacerme retroceder y volver a adoptar la postura del comienzo, sentada sobre el cojín blanco del pequeño taburete plateado, aún contemplando a mi otro yo. Reparé entonces en la dirección que, supuestamente, habían tomado sus ojos verdes durante milésimas de segundo, y la seguí. De un cajón del tocador situado a la derecha, sobresalía una cinta fina negra y no pude evitar abrirlo para contemplar su interior. Dentro, sólo se escondía una máscara de baile, del mismo tono rosado que mi vestido, con los mismos curiosos detalles de encaje negro, así que la cogí y, sin dudarlo, la acerqué a mi rostro, preparada para anudar los extremos de ambas cintas en la nuca. Sin embargo, me detuve.
Una horrible imagen impactó contra mis ojos en el momento en el que la tela de la máscara entró en contacto con mi piel. Era mi otro yo, la joven que me contemplaba desde el espejo, cuyas pupilas se habían tornado completamente negras. De rodillas sobre el tocador, con todos los cosméticos derramados sobre la blanca madera, me sonreía cruelmente, con ambas manos moviéndose lentamente sobre el cristal y, tras ella, negros cuervos volaban agitados, gritando y perdiendo sus plumas al sacudir sus alas violentamente. Asustada, aparté la máscara unos centímetros para poder comprobar que el reflejo en el espejo seguía siendo el de una joven con la respiración nerviosa y la incertidumbre inyectada en su mirada. Así que tomé aire, en un intento de tranquilizar los frenéticos latidos de mi corazón, y volví a acercar la máscara a mi rostro. Esta vez, nada en el espejo me perturbó y logré entrelazar los extremos de la suave cinta, pero al volver mis manos a reposar sobre mi regazo, un frío glacial invadió mi cuerpo, cada uno de mis nervios, agarrotó mis músculos y erizó mi piel. Con la respiración aún entrecortada, volví la vista hacia atrás, y no pude creer lo que vi.
La ventana estaba abierta.
WLS