Te he soñado escapándote de la verdad; hoy tu imagen se vuelve diferente, tu recuerdo parece que se va lentamente; me siento un poco más valiente y a ti que me heriste, tal vez sin querer, te perdono porque sé perder.

domingo, 28 de febrero de 2010

Quéperralavida...


Ya está ahí la Luna. Qué perra la vida y esta soledad...

Le siente a su lado, cercano, pero se da cuenta de que no es verdad. No la mira, no se atreve. Sentado en el borde de la cama, comienza a vestirse. Ella no. Ella sigue mirando por la ventana, con sólo sus braguitas blancas de encaje puestas. Saben lo que viene ahora. Después de tres años siguiendo el mismo ritual, todo parece planeado. Todo menos la pasión, las formas de hacerlo, los besos inventados… Eso siempre es distinto. Manos, labios, miradas. Nunca se repiten. Tal vez eso sea lo que les mantiene fogosos durante los cortos fines de semanas que pasan juntos. Tal vez.
Pero esos dos días pasan rápido. Demasiado rápido. Cada domingo, al dar las diez, ella se pregunta lo mismo. ¿Por qué así? ¿Por qué no juntos? Y la misma contestación lacrimosa: Acabaríamos cansados el uno del otro. No le cree. Imposible cansarse de esos ojos, esos susurros tiernos en su oreja. Imposible.
Él parece escuchar sus pensamientos mientras se abrocha los vaqueros. Por primera vez, se fija en ella. Su cuerpo desnudo esbelto, lleno de secretos sin descubrir; su mirada, un océano profundo y oscuro; toda ella, rebelde, viva, de verdad. Cómo le duele dejarla. Abandonar esa habitación del hotel con un simple “hasta pronto”. Y luego la espera. Ver pasar los días, contándolos, sintiendo cómo el deseo crece… Hasta que todo explota el día señalado, en el hotel especial, en la suite más cara.
Se levanta para coger la camisa que dejó tirada en el suelo horas antes.
Seguro que sigue vistiéndose. No se digna a mirarle, pero sabe que ya le queda poco. Oye unas botas. Ya mismo se irá. Pero esta vez no va a llorar, aparentará que no le duele. Aguantará, sólo hasta que la puerta se cierre y él la abandone una vez más. Aguanta, aguanta…
-Adiós –dice él, mirándola, contemplándola.
Y la misma respuesta, pero más difícil, más fría.
-Adiós.
Sabe que no se va a levantar de su silla, que no va a dejar de mirar a través de la ventana para correr hacia él y abrazarle, decirle “te amo” y llorar mientras llama al ascensor. No, nunca fue así y nunca lo será. Aún a pesar de eso, espera.
Cinco minutos más tarde, ya está bajando por el ascensor. Ella, en la habitación, se derrumba frente al cristal. Desnuda y con frío, golpea la ventana, arrepintiéndose de no haberle abrazado, como cualquier esposa que ve a su marido marchar para la guerra. Y, muy en el fondo, sabe que ella es fría, y que él la desea así.
Pip. El ascensor se detiene en el hall. Dudoso, sale, y camina a paso ligero hasta llegar a la puerta principal. Fuera hace frío, un frío nocturno. Pero él no lo siente. Aún está acalorado, y sabe que ella lo está mirando, desde su ventana, muy arriba. Se detiene.
En la suite, lo contempla. Podría distinguirlo entre miles y miles de personas. Sólo él anda de esa manera despistada. Sólo él. De pronto, se da la vuelta y la mira. Debería haberse puesto las gafas, se dice, una y otra vez. Porque cree distinguir algo muy importante y no está segura. No, no le hacen falta. Él lo está haciendo. Con su pálida y masculina mano, ha formado la mitad de un corazón. Ella no lo duda. Levanta su frágil brazo y pega la mano al cristal.

Y crea la mitad de un corazón. La mitad que faltaba.


WLS